20, octubre 2023 - 15:57
El Estadio Nacional tiene una oscura historia. FOTOS: Luis Garduño | ESTO
SANTIAGO.- “El coliseo del Estadio Nacional posee ocho escotillas que fueron utilizadas como celdas colectivas, albergando cada una de ellas 400 personas. Desde la escotilla 8 era posible divisar a los familiares que se agolpaban en el frontis del estadio buscando noticias de sus seres queridos. Cada mañana, los prisioneros se amontonaban en las puertas de la escotilla para poder intercambiar informaciones con las mujeres prisioneras, que con el puño en alto caminaban hacia el velódromo. Sus murallas guardan testimonios escritos por hombres torturados que querían dejar una huella de su presencia. Adyacente a la escotilla 8 se encuentran las graderías, lugar al que los militares sacaban a prisioneros para llamarlos por altoparlante a los interrogatorios. Reporteros gráficos extranjeros captaron esas imágenes que denunciaron al mundo que el principal recinto deportivo de Chile estaba siendo ocupado como campo de concentración de prisioneras y prisioneros políticos”.
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Este cruel relato está plasmado en una placa plateada, a un costado de la denominada escotilla 8, en el Estadio Nacional. Sombreado con una franja negra, a modo de luto, está el periodo en el que estuvo sumido en la tensión: 11 de septiembre-noviembre 1973. Del mismo color, en la parte inferior, aparece el contorno de la cordillera que embellece el horizonte de Santiago. Por aquel entonces también fue testigo del horror que se vivió en este estadio.
A la distancia, el túnel de la escotilla número 8 parece como cualquier otro, pero a medida en la que uno se acerca el tiempo se congela. El candado cerrado funciona a modo de metáfora, las rejas como barrotes, casi despintadas, con breves tono azulados detrás del café deslavado, y un aire frío que sale desde el interior.
La luz que llega desde el otro lado, desde la cancha, va perdiendo su fuerza, como si en medio algo le impidiera transmitir su fulgor. En las paredes amarillas, carcomidas por el tiempo, una enfrente de la otra, se alza un memorial donde se puede leer parte de la historia de la dictadura. Adentro del estadio aún se conservan las gradas de madera, hinchadas por el sol, donde los presos se sentaban a escuchar su destino, a los pies de la cordillera, observada por última vez. Detrás del graderío, se lee la frase “un pueblo sin memoria es un país sin futuro”, como para que nadie olvide.
La memoria de la dictadura habita en la mente de los chilenos. Como una sentencia que de pronto se encuentra en sus calles o en la plática azarosa de su gente. Algunos piden no olvidar, mientras que otros tampoco olvidan, pero quisieran. Los días que siguieron al 11 de septiembre de 1973, con el golpe al gobierno presidente Salvador Allende, marcaron la historia de todo un país. La junta militar, encabezada por Augusto Pinochet, tomó las riendas bajo un ambiente de crispación política. En esta, aquellos que tenían que tenían vínculos con la ideología de izquierda, comenzaron a desaparecer. Nadie sabía a dónde iban a parar, pero tampoco había muchas dudas de las ideas más macabras que llegan de la imaginación.
El Estadio Nacional, inaugurado en 1938 para darle vida a las hazañas futboleras, ese donde se consagró un jovensísimo Pelé. Se convirtió por aquellos días de 1973 en un campo del terror, donde la tortura tenía la forma de golpes y patadas. En sus pasillos subterráneos quedaron marcadas las letras de aquellos destinados a ya no estar. No había mucho que pudieran, más que callar, mientras su cuerpo aguantara, e imaginar que alguien los buscaba a la distancia. Hubo quien pudo escapar, escapar lejos, siendo otro, otro nombre y otra identidad, pero muchos más terminaron perdidos.
Junto al memorial de la escotilla número 8, en el Estadio Nacional hay otros guiños a la consciencia histórica. El mural del artista Alejandro Gónzalez, uno de los fundadores de la Brigada Ramona Parra, un grupo de muralistas que van pintando allá por donde van mensajes de la ideología política de la izquierda chilena.
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El mural vive en una torre de 27 metros, el mismo faro, como una guía, que los presos veían cuando eran llevados a los interrogatorios, donde eran sometidos a la brutalidad de la tortura. “Este silo es un referente geográfico histórico para los presos, ya que era lo primero que veían cuando los llevaban desde el coliseo al velódromo. Era un lugar de tránsito. Además, se trata de un faro, ya que es el punto más alto del estadio”, dijo el artista
La obra retrata unos ojos de mujer que siempre miran, la mirada bien abierta de las madres, las hijas y las hermanas de los presos, las que observaban desde la entrada principal a sus familiares que daban su última marcha, a la espera de información.