Eduardo Brizio
30, agosto 2024 - 6:00
Hoy me tomaré el atrevimiento de relatarles un negro capítulo en mi carrera arbitral de cuando era un aprendiz de silbante en la Liga Española, una de las mejores, a nivel amateur que han existido en la Ciudad de México.
Un viernes que fui al Colegio de Árbitros a pedir un partido, me designaron uno para el domingo, no sin antes advertirme que “se trataba de un encuentro de alto riesgo, que los equipos eran muy conflictivos”.
A mí, “se me hizo chico el mar para echarme un buche de agua”. Y, efectivamente, la cosa se puso color de hormiga. Durante varios lapsos del partido, parecía que todo se me iba de las manos. No sé ni qué mosca me picó; pero de repente, en el segundo tiempo, por ahí del minuto 60, el capitán de uno de los equipos ya me tenía hasta la coronilla, sin más, me le acerqué y con voz amenazante y pausada le dije: “cuando termine el partido, te voy a poner una madriza, que nunca se te va a olvidar”.
Me hubiera encantado que vieran la cara de incredulidad que puso “el capitán”, en un principio, para luego dar paso a una ira casi incontrolada, mientras afirmaba “¡Va… ahí te espero!”
Las cosas se calmaron, el partido terminó sin más novedades y llegó a buen puerto. Había un rinconcito en las canchas del Internado México en donde nos agrupábamos los árbitros, ahí estaba yo tan campante elaborando la cédula, cuando repentinamente ¡Que se me aparece el “capitán”! diciéndome: “Pues aquí estoy”, al tiempo que se despojaba de la playera.
No, no, no estaba “trabado” … ¡lo que le sigue!, como de mi vuelo; pero, era una montaña de músculos. Sin inmutarme le conteste: “¡Va!… déjame terminar la cédula” … y ahí, paciente, me esperó sereno.
Por supuesto que el chisme se corrió como reguero de pólvora por todo el Internado. Terminé y entregué la cédula. ¡Mejor afuera!, decían los curiosos, aquí adentro del Internado va a ser peor.
Empecé a caminar rumbo al estacionamiento. Él, estiraba el brazo indicando la puerta de la salida (retadoramente) y yo, le respondía con el mismo gesto. Nunca estuvimos lo suficientemente cerca para que me lanzara un golpe o una traicionera patada.
En el “fatídico” camino hasta el improvisado ring de boxeo, una multitud de personas se interpuso entre nosotros (Iba a escribir “disuadiéndonos”), disuadiéndole a él, hasta que dio la media vuelta y se dirigió a su coche. No me abrí… tampoco él. Mi papá andaba por ahí y entre incrédulo, preocupado y enojado me dijo: “¿Qué te pasa?, ¿Es cierto que tú lo retaste a golpes?” … “pues sí”, no tuve más remedio que contestar. “¿Estás loco?… cuando retes a otro … asegúrate de que no esté tan mamado”.
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