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21, agosto 2017 - 8:35

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda

Ilustración Víctor Nieto 

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Yo sé que la historia que les voy a contar es difícil de creer, pero a mi favor tengo las crónicas, y la memoria, por supuesto, la cual, dicen, es como el cielo de los hombres. Si ustedes, que hoy se encuentran aquí, reunidos, pudieran sentir ese miedo que sentimos todos cuando nos dimos cuenta de que no se trataba de una casualidad, de que ese milagro llamado gol parecía haberse ido para siempre de nuestras vidas, tal vez lo entenderían.

La primera vez que pasó no dejó de parecernos extraño, claro. Pero es que así suceden siempre las cosas más extraordinarias, de improviso, como golpes fulminantes que ni tiempo da para esquivarlos. Que no cayeran los goles durante una jornada entera fue un escándalo mundial. La prensa extranjera no dejaba de hablar de este futbol como si fuera un apestado, un enfermo. Y es que algo de razón tenían. Resulta imposible comprender que durante los siete partidos la maldita pelota no entrara ni una vez. Y miren que por oportunidades no paramos, pero las fallas, queridos, eran para no creerse.

Sobra decir, desde luego, que lo peor vino después. Durante la semana se podía sentir en la redacción un ambiente tenso. Como de día nublado. Es cierto que ni por la cabeza nos pasaba que la tragedia vivida el fin de semana anterior se pudiera repetir. Aunque no faltaban aquellos que bromeaban con el tema y auguraban la peor de las desgracias. Imposible, decíamos, el Universitario y Acevedo se verían las caras, dos de las delanteras más poderosas del país no podían repetir semejante vergüenza.

Entonces nos llegó el fin de semana. Y ahí estábamos todos, bien seguros de que el milagro del gol volvería a tocar nuestra puerta. Cuatro partidos se jugarían el sábado y tres el domingo, cerrando con broche de oro con el Clásico de Clásicos. Los editores nos reunimos en la sala de juntas. Sentados alrededor de una larga mesa, sintonizamos los juegos a través de una vieja televisión.

Atlético Salvatierra visitaba a los recién ascendidos Guerreros. Un partido del cual no se tenían mayores expectativas, así que nos tomamos con calma el tristísimo espectáculo ofrecido por ambos equipos. A diferencia de la jornada pasada, en este encuentro no hubo ni oportunidades, por lo que nos pareció hasta cierto punto normal el empate sin goles. Con el Juventud vs Deportivo Vallejo la cosa sí que fue distinta. La historia parecía repetirse, los arqueros eran como murallas capaces de rechazar hasta los balones más complicados. Hubo postes y penales, sin embargo, el gol no llegó jamás.

Ahí fue cuando el director golpeó intempestivamente la mesa y se puso de pie. Y con tedio advirtió que lo que estaba ocurriendo era inadmisible para un futbol que se hacía llamar profesional. Entonces la palabra maldición se dijo por primera vez en la tarde. Situación que se fue agravando con el paso del tiempo, pues en los últimos dos partidos del día, ni FC Montalbán ni Mendoza, ni Nacional ni Puerto Echeverría fueron capaces de marcar un solo gol. Sobra decir que ya para el cierre el pesimismo era absoluto.

Pocos domingos recuerdo como aquél. Había entrado el otoño y las hojas caían sobre las banquetas. Para nosotros, los nostálgicos, no hay nada como sentir el viento frío en la cara. Salí de casa para comprar el diario. Vieja costumbre. Me cuesta esperar hasta la tarde para leerlo. No fue sorpresa advertir cómo el resto de los periódicos también daban cuenta de la tragedia. Malditos, decía uno. ¿Y los goles?, titulaba otro. ¡Vergüenza!, dictaba el más sensacionalista. Lo cierto es que en las calles no se hablaba de otra cosa.

Por la glorieta hay una cafetería donde viejos amigos se reúnen para pasar el rato. Aficionados al futbol como pocos. Nada más al verme, don Carlos se paró de su lugar y pidió que me acercara. Sabe que soy periodista y sobre todo sabe que amo el futbol. Así como a los doctores siempre en las reuniones la familia y los conocidos aprovechan para pedir que los revisen, a mí me piden que les hable de futbol. Y así nos pasamos horas.

Me dolió darme cuenta lo preocupados que estaban. No es para menos, pensé, al tiempo de escucharlos decir que ésta era la mayor tragedia de nuestro futbol. Que ni siquiera las dolorosas eliminaciones de los mundiales habían pegado tanto en el ánimo, que no imaginaban por ningún motivo no volver a gritar un gol, no regalar un abrazo al de al lado, no sentir nuevamente esa emoción que da el ganar o, incluso, esa enseñanza que deja el perder. Porque en el futbol el gol lo es todo, decían. La razón de ser. El tesoro que se busca para quitarse lo pobre.

Regresé a la casa devastado. Con pesar preparé las cosas y me fui al estadio. Me había tocado cubrir el partido entre el Universitario y Acevedo. Casi siempre una fiesta, pero en esta ocasión parecía un funeral. Tomé el metro. Los hinchas que abordaban los vagones daban tristeza simplemente al verlos. Caminando por los puestos de comida en los alrededores del estadio constaté que en los dos partidos previos tampoco había habido goles. Y la tragedia continuaba. 

El estadio, lleno hasta las lámparas, daba la impresión de ser un cementerio. No hay nada más impresionante en este mundo que un estadio en silencio. Sólo algunos se animaban a sacar las trompetas. El partido, por supuesto, se jugó abierto. Los futbolistas eran conscientes de que la situación era grave, que en sus manos estaba el devolver la alegría a un país que se sentía desdichado y roto. Dolía en el alma ver cómo el balón pegaba en los postes una y otra vez, cómo el rugido de la gente se apagaba aún más cuando los minutos pasaban y el cero a cero en la pizarra se iluminaba en lo alto.

Fue en los minutos finales, esos en los que la gente suele abandonar las gradas para encontrar las salidas despejadas, que un córner nos encendió la fe. En la intimidad del área había 22 jugadores a los cuales el resultado parecía importarles un carajo. 22 cabezas que anhelaban que la pelota cruzara por la línea para terminar de una buena vez y para siempre con ese infierno. Castro, extremo con una zurda privilegiada, fue el encargado de cobrar el tiro de esquina. Como si fuera con la mano, mandó un centro que encontró la cabeza de Varela, delantero insignia del Atlético Acevedo. La pelota, caprichosa, pegó en la base del palo izquierdo, caminó lentamente por la línea hasta chocar con el palo derecho, para después besar la red como nunca antes lo había hecho. El estadio, entero, sin importar los colores, gritó el gol, y unos con otros se abrazaron. Parecía que no se soltarían jamás. En el palco de prensa, entre colegas, nos sonreímos. El hombre que vive del gol fue finalmente el encargado de devolverlo a su sitio. Nos bastó ese último minuto para escribir la crónica más feliz de nuestras vidas.

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