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5, agosto 2021 - 13:47

┃ José Ángel Rueda

FOTO: AFP

El perfil preestablecido que ofrece la página oficial de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020 sobre la clavadista china Hongchan Quan es escueto. Tiene 14 años, de los cuales siete los ha dedicado al alto rendimiento. Habla mandarín, hace deporte y estudia. Su sueño, apenas en octubre de 2020, era competir en los Juegos Olímpicos.

Los datos que retratan lo cotidiano de una vida, sin embargo, contrastan de inmediato con lo asombroso de sus resultados. La medalla de oro que adorna su nombre y los 466 puntos cosechados durante la prueba, producto de dos clavados perfectos, que incluso pudieron ser tres de no ser por la interpretación de un juez en el último salto, la encumbran como una leyenda de la plataforma.

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La competidora de 14 años forjó en Japón una relación especial con el asombro. El primer golpe de vista la retrata como una niña que juega a tirarse a una alberca, sin embargo la concentración en el gesto, imperturbable en lo alto del Centro Acuático Tokio, anticipa que lo que está a punto de hacer es todo menos un juego.

Cada salto de Hongchan Quan enaltecía la perfección en una disciplina que suele encontrar su fundamento en el error; es decir, todo salto es perfecto hasta que se ejecuta, entonces vienen las fallas, las vueltas flojas, las entradas cortas o pasadas, contadas veces verticales.

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Ya en las preliminares y en las semifinales había demostrado que su talento estaba fuera de toda duda, sin embargo, para el momento definitivo, había que desmontar el mito de la juventud y la experiencia. La china apagó el fuego pronto, si es que había. Dentro del sueño, su primer clavado acaso fue el más humano, sólo un 10 destacó en la marea de 9 y 9.5, luego vino el vendaval, lo sublime.

El segundo y el cuarto clavado encontraron puro 10. Los jueces daban su veredicto ante el asombro de lo perfecto. Apenas salía del agua, Quan encontraba el eco de la ovación atónita de los presentes, potenciada por el graderío vacío, pero ella seguía en lo suyo, concentrada.

Sólo al final, cuando un 9.5 del juez número dos empañó su tercer clavado perfecto, se permitió sonreír. Más allá de lo sublime de su actuación, del brillo áureo de la medalla, había cumplido el sueño de estar en los Juegos Olímpicos. “No me considero un prodigio. De hecho, no soy muy brillante, no se me dan bien los estudios”, dijo Quan, sin advertir que su hoja de resultados tiene más dieces que cualquier boleta.

En la fosa, mientras tanto, reinaba la sensación de estar viendo algo histórico. Entre tantas dudas había una certeza, la actuación de Quan hará mejor al resto de clavadistas.

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Esa niña es un fenómeno (Quan) es uno de esos que se dan uno cada cien años, no es frustrante, yo creo que eso nos obliga a tratar de encontrar un método de entrenamiento, una forma para poder desarrollar nosotros y poder competirles, fue lo que me pasó en la olimpiada en China, en Beijing, yo tenía a Matthew Mitcham y yo fui y les gané allá en su propia casa, de que se puede sí se puede nada más que hay que trabajarle duro”, explicó minutos después el mexicano Salvador Sobrino, entrenador de la australiana Melissa Wu, ganadora de la medalla de bronce.

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