Itzel Ubiarco
21, noviembre 2014 - 9:53
SE encontraban dos alegres compadres en un centro de diversión y esparcimiento, contándose sus cuitas de amor.
Octrago y Libando eran contlapaches de la infancia y de vez en vez se reunían con la finalidad de pasarse un buen rato de charla y risas.
En esta ocasión Libando traía un problema y lo exponía ante su amigo; con la única finalidad de que le ayudara a encontrar la solución.
Antes que cualquier cosa pidieron dos vasos llenos de esa agüita que da risa, con un poco de soda, refresco de cola y cuatro hielos.
A los pocos minutos, sintiendo el calorcito propio de aquel líquido, a los dos les entró una especie de confianza, que les permitía poder hablar de cualquier cosa sin folículos pilosos en la lengua; entonces Libando tomó la palabra y se confesó con su cuaderno.
Hace algún tiempo le había entrado al negocio de la comida, puso un restaurante que se especializa en cabrito; al principio tiró la casa por la ventana en publicidad; y la verdad es que las cosas le rodaban muy bien, la gente asistía al lugar y salía (mayormente) satisfecha, pocos eran los que se quejaban, no del servicio, no de la calidad, sí de los modos de Libando, que era más pesado que comprar a plazos.
Pasó el tiempo y su comedero cayó en la monotonía, lo que hizo que la asistencia fuera menguando; desafortunadamente en ese momento “Libi”, sin darse cuenta, bajó la calidad de los suministros y compraba lo más barato (olvidó el consejo de su jefa: “lo barato sale caro”); los fanáticos de su lugar se fueron brillando por su ausencia, mas el dueño, pensando que la clave estaba en los que compraba, fue en busca de mejores precios y mucho menor calidad; el resultado: caída libre, sin escalas y de trompa.
Entonces se puso a recapacitar su loco proceder, y luego de días de introspección, llegó a la conclusión de que él estaba bien y que todas y cada una de sus decisiones eran las correctas; traer chefs, quitar chefs, traer gerentes, quitar gerentes, comprar barato, buscar más barato, poner “orejas”, poner más “orejas”.
En fin, que determinó que su fracaso se debía a todo menos él y se deslindó de cualquier responsabilidad.
Su cuate Octrago le escuchaba con asombro, en ese monólogo que se había convertido en un homenaje al ego de “Libi”.
Cuando el quejoso hubo terminado su alocución, su amigo le pidió permiso para hablarle con franqueza.
Recibida la autorización, le desmenuzó la cruda realidad; le dijo que todo lo había hecho mal, todo, recalcó que sus decisiones las toma con el estómago, dejando en la banca al cerebro y al corazón; igualmente, le exteriorizó una gran duda, pues no se explicaba qué hacía metido a mesonero cuando su profesión era de químico.
La espirituosa bebida había hecho total efecto, obligando a la cruda verdad a que ocupara el ambiente.
Se había hecho un silencio largo, las miradas fijas esperaban como pistoleros a disparar; Octrago se adelantó y le dijo a su carnal: “No manches, te pareces a Vergara”.
Y entonces, apenado, Libando pidió la última, y que le tocaran “El Rey” con Chente.
Cierro con una obra titulada “Y lo que falta”.
Vergara hoy se nos queja
de todo lo que ha gastado,
mientras siga esa conseja,
eso no habrá acabado.
Y si no, quéjense a la FIFA
Twitter: @pollodetlalpan
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