1, septiembre 2018 - 23:50
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POR JOSÉ ÁNGEL RUEDA
Había llovido toda la noche, o qué digo la noche, desde la tarde anterior el cielo ya se veía bien negro y la tormenta era inminente, o al menos eso decías, mientras caminabas por la sala de un lado para otro comiéndote los nervios.
Mi madre, supersticiosa siempre, hasta había salido al jardín para clavar unos cuchillos en el pasto, que porque dicen que con eso la lluvia se iba a espantar; lo cierto es que esa tarde los únicos que estábamos más que espantados éramos nosotros.
Aquel domingo la Federación había decidido que la gran final entre el Acevedo y el Universitario se jugara por la noche. Algo insólito e inexplicable, decías, perdiendo los estribos, considerando que todos los partidos definitivos siempre se habían jugado al mediodía, como marca la tradición.
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Lo cierto es que la fortuna estaba por darnos uno de esos golpes fulminantes, porque por la mañana el cielo había estado completamente despejado, pero por la tarde los vientos que llegan desde las montañas habían traído esos nubarrones que ni los poderes de mamá y sus cuchillos habían podido ahuyentar.
Y ahí estábamos nosotros, padre e hijo, ya listos, parados frente al televisor, con las banderas colgadas y las playeras bien puestas, volteándonos a ver cada que un trueno cimbraba las ventanas mientras la casa se ponía cada vez más oscura. Ya sabes, con ese color que se apodera del ambiente cuando la lluvia es inminente.
Y así empezó la gran final, ¿te acuerdas? El Acevedo dominó los primeros minutos, pero después el Universitario controló los embates y el partido se hizo trabado, lento. En la casa la cosa se ponía cada vez peor. La lluvia era tal que tuvimos que subirle considerablemente al volumen para escuchar la narración de don Roberto Linacero, pero las gotas que pegaban en la ventana retumbaban con fuerza.
El primer aviso llegó justo cuando comenzó el segundo tiempo. El “Patón” Velázquez, extremo sumamente habilidoso del Universitario, tomó el balón por la punta izquierda y enfiló rumbo al marco para luego definir con un disparo sutil al segundo palo. En eso, mientras Linacero gritaba mesuradamente el gol, un rayo iluminó la noche y causó un estruendo que nos dejó paralizados. La imagen se congeló por un momento, sin embargo, de inmediato siguió su curso.
El caso es que nuestro Acevedo iba perdiendo y a decir verdad no le veíamos la forma de que empatara. Si acaso nos quedaba la certeza de que el equipo iba a dejar el alma, y que en una de esas, en los embates finales, podía conseguir el empate. Los minutos pasaban y la lluvia parecía bajar de intensidad. O al menos eso era lo que pensábamos porque los nervios eran tantos que por momentos olvidamos por completo la lluvia, y sólo a ratos recordábamos que afuera una tormenta estaba desquiciando al Acevedo.
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En eso, cuando faltaban como cinco minutos, llegó un tiro de esquina a favor nuestro. El “Paredón” Paredes, atrabancado como pocos, hasta se fue a rematar. Justo cuando nuestro arquero estaba a punto de conectar un cabezazo, un nuevo rayo cayó con más fuerza que el anterior, sin embargo, esta vez el daño fue irremediable. La casa quedó completamente oscura. Yo de inmediato me asomé por la ventana y comprobé con tristeza que así estaba toda la ciudad, que ni una luz se veía allá por las montañas, que la cosa era seria.
Entonces tú empezaste a pensar montones de ideas: que si nos íbamos a Salvatierra con los abuelos, que si salíamos a ver si alguien, de casualidad, tenía una radio que nos prestara, pero en realidad sabías que nada era posible, que la ciudad seguro estaba inundada, y que había que esperar pacientes a que la luz regresara para saber qué había pasado.
Yo no quería decirte, pero la verdad es que a esas alturas ya había perdido la esperanza, e imaginaba el momento tan triste de enterarnos que no, que nuestro Acevedo no había podido empatar y que en medio de una tormenta, el Universitario se había consagrado campeón de Liga. Pero ahí estábamos en la sala, esperando, alumbrados apenas con velitas que agigantaban las sombras.
Mamá decía que me fuera a dormir, que ya era tarde, que al otro día tenía que ir a la escuela, pero yo no hacía caso y le dije que no te iba a dejar solo, que esperaría contigo a que regresara la luz. Pero la luz no llegaba y la tormenta seguía, entonces, arrullados por el sonido de la lluvia, nos quedamos dormidos en la sala.
No sé bien qué hora era, pero cuando abrí los ojos ya era de día. Me despertó el sonido de la puerta. Luego luego me levanté y me asomé por la ventana y te vi correr, en pijama, con una chamarra. Le pregunté a mamá que a dónde ibas, pero me dijo que no sabía; le pregunté si ya había luz y me respondió que no, que seguro algún poste se había caído por la tormenta.
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En eso, tocaste la puerta y yo corrí a abrirte; traías las manos detrás de la espalda, como escondiendo algo. Apenas vi tu cara, supe que traías buenas noticias. Entonces me pediste que me sentara y que cerrara los ojos, que me tenías una sorpresa, que habías conseguido una máquina del tiempo. Yo te miré extrañado, pero ya sabes, cuando uno es niño esas cosas no suenan tan descabelladas, así que te hice caso.
Nervioso, comencé a escuchar el sonido que hace el papel cuando se arruga, y tras aclarar un poco la voz, empezaste a leer. Yo no podía creer lo que decías, que el “Paredón” Paredes había marcado el gol del empate de último minuto, luego de un cabezazo fulminante. Y que luego, en los penales, había atajado dos para darle a nuestro Acevedo querido el campeonato. Entonces abrí los ojos y te vi llorar, y nos abrazamos y celebramos ahí, en la casa, la Copa, como si aquel periódico de color sepia hubiera regresado el tiempo y nos hubiera llevado al graderío.
A partir de ese día te esperaba cada noche sentado en la sala, ¿te acuerdas?, y antes de cenar yo cerraba los ojos y tú me leías las cosas más importantes del día, como derrotando al tiempo y sus caprichos.