José Ángel Rueda
8, septiembre 2018 - 23:47
Por José Ángel Rueda
Ilustración: Alejandro Oyervides
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Había que verlo subir la rampa del estadio, solo, pensativo, con su traje marrón y su sombrero de ala, como los que usaba Onetti, el escritor uruguayo. Caminaba a grandes zancadas, ya ve lo alto que era, caminaba así, como devorándose el pavimento que a eso del mediodía regularmente arde por estas tierras.
Siempre iba con la mirada bien al frente, seguro de sí mismo, con su eterna libreta en la mano, listo para capturar cualquier instante. La gente, al principio, por supuesto, no lo saludaba, pero nada más fue cosa de que se hiciera famoso para que todo mundo le diera las buenas tardes y le deseara suerte. Una vez arriba, cuando llegaba a la parte más alta del graderío, contemplaba de pie por unos instantes la cancha y luego se sentaba y se ponía a escribir.
La historia de Roberto Linacero está marcada en cada rincón de Acevedo. Usted camina por las calles y haga de cuenta que escucha a lo lejos su voz con ese eco inconfundible de la radio. Por generaciones, los aficionados al futbol nos enteramos de las grandes batallas libradas en el estadio Municipal gracias a sus historias. Y es que no le miento, en cada banca, en cada esquina de este pueblo, se siente su presencia.
Dicen que desde chico ya lo traía. Ya sabe, que hay cosas que se llevan en la sangre. Como usted, que sacó todo el talento de su papá, que Dios lo tenga en su gloria, para eso de los pasteles. Pues haga de cuenta que así le pasó a don Linacero, que su padre que dicen que era escritor y que siempre lo ponía a leer, por eso es que aprendió tanta palabra que después no le quedó de otra más que utilizarlas cuando iba a la cancha a escondidas.
Pero luego fue creciendo, y como ya era más grande, ya no tuvo cómo esconderse, y dicen que un día llegó todo serio con su papá y le dijo así de golpe que él quería ser cronista de futbol, y le fue mal, porque el duro del papá, como hombre de letras, no quería que su hijo anduviera en esas cosas tan del pueblo. Pero ya sabe que eso también se trae en la sangre, y que cuando a uno se le mete una idea en la cabeza, no hay poder humano que la saque.
No fue fácil el comienzo, por supuesto, pero dígame, ¿qué es fácil en este mundo? Dicen que al principio el joven fue a tocar las puertas de las estación regional, pero apenas veían que se trataba de él le decían que no, que gracias, que no tenían espacio. Ya sabe cómo es la gente, que siempre anda investigando y diciendo de cosas, que corrió rápido el rumor de que su padre había pedido que no lo dejaran trabajar.
Pero le digo que don Roberto no se dejaba vencer tan fácil. Por eso un buen día agarró su libreta y se fue a la cancha. Por supuesto, el Acevedo recibía al Universitario. Ya sabe que cada historia épica requiere su clásico, y eso Linacero lo sabía. Llegó al estadio y comenzó a anotar en su libreta todo lo que veía, y dicen que en cuanto acabó el partido se fue volado a su casa a preparar la gran obra.
Resulta que al otro día, el lunes, don Roberto salió temprano de su casa con un perchero en la mano, caminó por las calles empedradas hasta llegar a la plaza principal. Ahí se subió al kiosco y comenzó a contemplar lentamente a la gente que caminaba apresurada rumbo a su trabajo.
Después de un rato, don Linacero se quitó el saco y lo colocó en el perchero. El gesto no dejó de resultar extraño porque el invierno recién entraba y ya se sentía el frío. Ya sabe cómo se pone aquí. De pronto, después de un rato, cuando observó que había llamado la atención de algunas personas, aclaró la voz y pegó un grito que se escuchó desde cualquier rincón: ¡Su atención, por favor!, retumbó en toda la plaza. Como era de esperarse, en apenas unos segundos don Roberto ya tenía a una multitud a su disposición, entonces comenzó la interpretación.
La figura de don Linacero lucía imponente allá arriba. Su tono de voz, pese a no utilizar ningún amplificador, retumbaba en cada rincón de la plaza. “En eso, desde las inmediaciones del estadio comenzó a escucharse un murmullo, el murmullo que anticipa una gran victoria”, dijo primero, mientras, de manera histriónica, paraba la oreja y abría los ojos como quien quiere escuchar mejor. De su boca salía un ligero vaho que desaparecía apenas unos instantes después. “Y el estadio pronto fue una caldera que calentó el corazón de todo aquel que portara la playera del Acevedo”, dijo, dramatizando lo justo en el tono. “El árbitro, plantado en medio campo, saludó a los capitanes y pitó el arranque del juego”. Y entonces un silbido agudo retumbó en la plaza principal y todo mundo calló y escuchó con atención. “Pedro López toma el balón por la punta derecha, el graderío espera expectante, un silencio absoluto invade la cancha, en el centro, el “Bombardero” Díaz levanta la mano”, relató acelerado Linacero, al tiempo que alzaba con insistencia su brazo derecho. “López se quita a uno, se quita a otro y mete un centro que Díaz remata y manda al fondo de las redes con un cabezazo letal. ¡Goooooool del Acevedo! ¡Gooool de los nuestros!”, gritó el cronista, al borde del éxtasis, mientras la gente, en la plaza, contagiada por el relato, celebraba y se abrazaba como si tuvieran años de conocerse.
Y así siguió Linacero con su historia, describiendo detalle a detalle lo que había ocurrido la tarde anterior. Recreando la atmósfera enardecida del Municipal de Acevedo. El grito de gol del aficionado. Los agradecimientos, las promesas de un amor eterno al club Atlético Acevedo. Los apasionados cánticos finales potenciados por el imponente eco de las rampas. La cancha ya vacía, el llanto inconfundible de una cancha ya vacía. Las luces apagadas. La calma.
Aquella primera interpretación de don Roberto Linacero resultó tan emotiva que se convirtió en un clásico de los lunes ir a escuchar su relato en el kiosco de la plaza central. Su capacidad para expresar las sensaciones del estadio le abrieron las puertas de todos los corazones de Acevedo. Luego vino la radio, y la fama, y las interminables jornadas viendo el futbol a través de sus ojos.
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