José Ángel Rueda
16, junio 2019 - 0:31
El ciudadano ilustre
Iba caminando Malacara por el Paseo de los Gigantes cuando de pronto sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. La imagen clara, nítida del par de tarjetas sobre el buró se le apareció de golpe. Pálido, casi transparente, se detuvo en seco, miró su reloj y descubrió con pena que ya no había nada que hacer, que ya era tarde, que regresar por ellas era imposible.
Ese domingo se jugaba la final del torneo de barrios de Acevedo. Augusto Malacara, considerado por el Ayuntamiento como un Ciudadano Ilustre, “por ser el único capaz de impartir justicia dentro de un campo de juego”, según dice su placa ubicada en la Plaza Central, siempre era el encargado de pitar el partido final.
Malacara, quien hasta ese momento caminaba sonriente saludando a los aficionados que lo reconocían, bajó la cabeza y apretó el paso. ¿Cómo era posible que olvidara las tarjetas?, pensó. Si son, junto con el silbato, las herramientas principales. Es como si un médico va a una cirugía sin bisturí, se lamentaba.
Lo cierto es que no había mucho más que hacer. Como buen domingo de partido, absolutamente todo estaba cerrado. No había manera de encontrar una papelería abierta para comprar siquiera una cartulina amarilla y otra roja. Además, ¿qué pensarán de mí?, se atormentaba Malacara, mientras se acercaba a la cancha escabulléndose entre la multitud.
La situación era compleja y estaba consciente de eso. No había muchas posibilidades. Tenía la esperanza de que al llegar, ya sea Joaquín o Pedro, sus abanderados, llevaran entre sus curiosidades unas tarjetas. Aunque muy en el fondo sabía que la esperanza era más bien remota. La otra era hablar antes del partido con los técnicos y los capitanes, explicarles lo ocurrido y establecer un nuevo criterio de amonestaciones y expulsiones. Lo cierto es que de ser así quedaría como un irresponsable, además de que eso podría generar una confusión absoluta en el público, lo cual tarde o temprano derivaría en un problema mayor. Por último, quedaba la opción de no decir nada y tratar de llevar el partido con su experiencia, establecer el diálogo con el jugador y encomendarse a su buena voluntad. La idea no era mala, sin embargo, Malacara bien sabía que era un plan arriesgado.
Al llegar al pequeño estadio, atestado ya, una a una se fueron cayendo las opciones. Para empezar, y como era de esperarse, ni Pedro ni Joaquín llevaban tarjetas. Posteriormente, cuando tanteó el terreno para hablar con los entrenadores y los capitanes, un ambiente tensísimo en los vestidores frenó cualquier intento. Esta situación complicó aún más las cosas, porque todo mundo sabe que dentro de la cancha el pulso se acelera, y si los ánimos ya estaban caldeados afuera, no podía ni imaginar como estarían durante el partido.
Así que el momento llegó. Malacara, que no era mucho de aparentar, trató como pudo de salir y ofrecer su mejor cara. El ambiente era de partido grande. En las tribunas no cabía ni un alma. Mientras los equipos saltaban al campo, caían del graderío una buena dotación de rollos de papel. Esta situación originó que el partido se retrasara unos minutos, minutos que, por cierto, a Malacara le resultaron eternos.
La decisión ya estaba tomada. No había mucho más que hacer. Nadie se podía enterar que no llevaba tarjetas. Eso sí, al momento del volado, hablaría brevemente con los capitanes para pedirles mesura. Es un juego, jóvenes. Vamos a divertirnos, no quiero patadas ni reclamos. Sean el ejemplo de la lealtad. Jueguen limpio. Diría.
Lo cierto es que ni el “Rodo” Gómez ni Alonso Pereda parecían tener muchas ganas de jugar limpio. Así que, resignado, Malacara dio el silbatazo inicial y aceptó su condena. Contrario a lo que se esperaba, los primeros minutos transcurrieron inmersos en una extraña calma. Ambos equipos buscaban tener el balón para luego atacar con criterio.
El primer aviso llegó a los 25 minutos, cuando David Amezcua cortó un contragolpe sumamente peligroso. El público de inmediato se puso de pie para exigirle a Malacara la tarjeta amarilla, sin embargo, el árbitro, sin apenas inmutarse, se limitó a cobrar la falta. Esta situación, como era de esperarse, generó la molestia de los del barrio norte, que no podían creer que Amezcua se librara de la amonestación.
Minutos después, “Rodo” Gómez quiso hacer justicia por su propia cuenta al darle una patada a Amezcua. Sigan, sigan, gritó Malacara, consciente de que el partido estaba a nada de salirse de sus manos. Los jugadores del barrio sur de inmediato acorralaron al árbitro e incluso se escuchó por ahí una mentada de madre, situación que una vez más quedó impune.
El descanso llegó como una bocanada de aire fresco. Apenas pitó el final del primer tiempo el silbante enfiló al vestidor. Una vez ahí, sus abanderados le sugirieron hablar con los equipos, explicarles el problema, sin embargo, ensimismado, Malacara no dijo palabra y se quedó pensando en las consecuencias que tendría si alguien se enterara.
Apesadumbrado, Malacara regresó al campo y dio inicio al segundo tiempo. Lo minutos le pasaban lentos y las situaciones violentas comenzaron a repetirse. Desde la grada se escuchaba un rumor que a Malacara le taladraba los oídos. En especial los gritos del “Chino” Castro, aficionado apasionado cuya mayor hazaña en la vida había sido tomarse 15 vasos de cerveza durante un partido. Ya marca algo, parece que no traes tarjetas, gritaba el “Chino”.
La gota que derramó el vaso y dio pie a uno de los momentos más épicos que se recuerden en el futbol de Acevedo llegó a falta de unos minutos para el final del partido. La jugada nuevamente tuvo como protagonista al “Rodo” Gómez, luego de que le propinara una artera patada a Alonso Pereda que por poco le cuesta la pierna. La entrada fue criminal. Malacara de inmediato llegó y le dijo que estaba expulsado, sin embargo “Rodo”, agresivo y retador, le respondió que él no se iría hasta que no le mostrara la tarjeta roja. Malacara, desesperado, le explicó finalmente lo sucedido, pero no hubo manera, al tiempo que le llegaban reclamos de todas partes. Ya échalo, qué más quieres, gritaba el “Chino”. ¿No lo vas a expulsar, ciego?, reprochaban otros.
Aturdido, Malacara se echó a correr hasta llegar al palco de transmisión desde donde don Linacero anunciaba las incidencias. El público, enardecido y atónito, poco a poco fue guardando silencio. Malacara tomó el micrófono y ante la incredulidad de todo mundo confesó que había olvidado las tarjetas, que aceptaba su error y sobre todo las consecuencias, y que estaba dispuesto a cargar con la culpa por el resto de sus días. Después, apenado, preguntó si alguien en el público tenía unas tarjetas que le prestaran. El murmullo fue creciendo, nadie daba crédito a lo que ocurría, hasta que de pronto, un pequeño que después se supo soñaba con ser árbitro, llegó al palco con el par de tarjetas. Malacara lo abrazó y le agradeció el gesto. Tú serás un gran árbitro cuando seas grande, le dijo.
Luego regresó con paso firme al campo y ante el aplauso de la multitud expulsó al “Rodo” Gómez. De paso, amonestó a Amezcua por aquella jugada del primer tiempo y así siguió con el resto de los jugadores. El partido finalmente terminó. Malacara devolvió las tarjetas y se marchó para siempre. Algunos quisieron retirarle la distinción de Ciudadano Ilustre, sin embargo, muchos otros lo defendieron. En su placa ahora dice, Augusto Malacara, el árbitro que olvidó sus tarjetas.
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