José Ángel Rueda
29, septiembre 2018 - 2:17
La cláusula de la felicidad
Eran los viernes los días que pasaba el tío Juan a recogerme a la escuela. Apenas y sonaba la campana, agarraba con fuerza el balón y salía disparado para ser el primero en llegar a la puerta. Luego, con prisa, observaba cómo don Jacinto abría lentamente el portón mientras poco a poco se iba dibujando a contraluz la figura del tío Juan, esperando atento, con dos helados de limón en las manos.
Lo primero que hacía al salir era abrazarlo, entonces él tenía que hacer malabares para no tirar los helados y corresponder al gesto que inauguraba la tarde. Una vez cumplido el pacto, me daba el helado y lo íbamos comiendo camino a casa de la abuela, mientras pateábamos el balón por las empedradas calles de Acevedo.
Después de comer venía lo bueno. Mientras el tío Juan tomaba una breve siesta, yo me salía a patear la pelota, no sin antes convencer a la abuela de que no me sentía mal, que no pasaba nada si corría un poco después de comer, aunque es cierto que a veces sí que me daba un dolor en el estómago, pero prefería no decir nada y quedarme sentado unos minutos a esperar a que saliera el tío Juan para irnos con don Marcelo, un señor que tenía un pequeño local para vender boletos de lotería en el centro de Acevedo.
Una vez que salía el tío Juan, todavía con cara de dormido, me tomaba de la mano y caminábamos por las calles escondiéndonos del sol. Una vez ahí, saludábamos a los amigos y nos sentábamos alrededor de una pequeña mesa que apenas cabía a platicar de futbol.
Yo era muy chico, pero eso no significaba que no entendiera lo que decían los amigos del tío Juan. Incluso se sorprendían cuando yo podía recitar de memoria la alineación del Acevedo y el Universitario, entonces me daban mi lugar y yo tomaba confianza, y hablaba de lo que sabía mientras ellos escuchaban atentos. Después, continuaban con su plática y yo me perdía en los cientos de boletos de lotería que tapizaban las paredes.
Luego de unas horas, llegaba el momento cumbre de la tarde, cuando don Marcelo se paraba parsimonioso de su silla y sacaba de una repisa una hoja amarilla. Entonces todos se ponían serios, como si la vida dependiera de ese instante. La primera vez que vi el ritual no entendí nada. El tío Juan, al ver mi reacción, me explicó que lo que estaban haciendo era llenar una quiniela, y que cada uno debía dar el resultado de un partido, y que si todos le atinaban podían ganar mucho dinero. Yo le dije que sí, que había quedado claro, aunque la realidad era que no había entendido nada, pero me les quedé viendo y, sólo hasta el final, una vez que habían terminado y depositado su fe en aquel papel, confesé mis dudas.
Primero, les pregunté que si no era muy difícil atinarle a todos los resultados de la jornada; entonces, luego de soltar unas cuantas risas, me respondieron que sí, que efectivamente, que atinarle a uno es fácil, pero que atinarle a todos es prácticamente imposible, pero que había que intentarlo. Luego les dije que porqué no cada uno llenaba la suya, así tendrían más posibilidades de ganar porque serían más quinielas, y ahí sí que les puse las cosas difíciles.
Cuando todos parecían quedarse sin respuestas, fue don Marcelo quien sacó pecho y me dijo que, aunque la idea era buena, preferían llenar sólo una porque es más fácil que una persona le atine a un resultado que a 12, que uno no lo piensa tanto cuando sólo tiene que adivinar un marcador, que cuando son muchos la cabeza se llena de telarañas y todo termina por salir mal. Entonces, como don Marcelo sonó tan convincente, nadie dijo nada y dimos por buena la explicación.
Fue uno de esos viernes en los que parecía que no pasaba nada, que al final pasó de todo. Estábamos sentados como siempre platicando cuando caímos en cuenta que ya era tarde y que don Paco no había llegado. Don Marcelo le marcó por teléfono pero no contestó, y así se fue haciendo de noche. Fue entonces que, sin más remedio, sacó el papelito amarillo y todos se pusieron serios.
Una vez que todos habían dado su pronóstico se me quedaron viendo, aunque yo sabía que lo hacían para que les dijera un marcador, preferí hacerme el desentendido hasta que no quedó más opción. Me pasaron el papel y comprobé con horror que el único que faltaba era nada más y nada menos que el clásico entre Acevedo y Universitario. Yo les dije que no, que no estaba preparado, pero con una mirada el tío Juan me hizo comprender la confianza que me tenían y me animé.
Gana el Acevedo, les dije, aunque muy dentro de mí sabía que el Universitario tenía todas las de ganar, que nuestro Acevedo andaba mal. Pero no concebía la idea de ir en contra de mi equipo, así que me mantuve firme hasta que don Marcelo, como siempre, tomó la palabra y me explicó que hay algo que se llama la cláusula de felicidad, la cual consiste en ir en contra de tu equipo, sin que eso represente una traición, claro, porque los colores se llevan en el corazón siempre; así, de una u otra manera, tendrás una buena noticia, aunque pierda, o aunque gane.
Más a fuerza que con ganas, dije que estaba bien, que el Universitario iba a ganar, y abrumado por la situación me fui a casa pensando que no había sido fuerte con mis ideas. El fin de semana la pasé mal, fueron eternas las horas previas al partido. Desde luego, el Acevedo ganó y yo fallé en la quiniela, pero tal como lo dijo don Marcelo, me sentía inmensamente feliz por la victoria de mi equipo.
El lunes, apenas sonó la campana, salí de la escuela y me fui corriendo hasta el local. Ahí estaba don Marcelo, sentado, escuchando la radio. ¿Qué haces aquí?, me dijo, y yo, atrabancado como siempre, le pregunté que cómo nos había ido en la quiniela. Él se rió y me dijo que bien, que habíamos logrado algo increíble, que no le habíamos atinado a ninguno, lo cual era igual de extraordinario que atinarle a todos. Lo que pasa es que la mala suerte no tiene el reconocimiento que merece, me dijo, risueño. Pero que importa la quiniela si nuestro Acevedo querido ganó, le dije, entonces me acarició la cabeza y nos sentamos en la mesa a tomar un refresco y a platicar de futbol.
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