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Ida y vuelta. José Ángel Rueda
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José Ángel Rueda

10, octubre 2024 - 11:51

Rafa Nadal, el rey de París

Cuando supe que iba a ir a París a cubrir los Juegos Olímpicos, sabía que no podía regresar sin haber visto a Rafael Nadal en Roland Garros. Aunque no me puedo considerar un aficionado voraz del tenis, siempre seguí su carrera a cierta distancia. Lo que yo buscaba, sin embargo, no tenía tanto que ver con lo deportivo, sino por lo apasionante que resulta ver el fenómeno que surge cuando un atleta domina de forma tan aplastante un entorno. Algo parecido a lo que pasó con Maradona, en Nápoles, con Jordan, en Chicago, con Brady, en New England, con Messi, en Barcelona. Las formas que tiene una ciudad para venerar a aquellos que marcaron con fuego su presencia en ella, cómo los describen, qué gesto se les forma cuando los ven, cómo los aplauden.

A Roland Garros me fui en metro, bajé en la estación Michel-Ange- Auteuil y emprendí una caminata como de unos 15 minutos. Mientras recorría el perímetro del complejo, me gustaba imaginar cómo sería todo aquello las mañanas de domingo, los días de final. Avanzábamos lento, con pasitos cortos, siguiendo una enorme fila que pretendía llegar hasta la Philippe Chatrier, donde en unas horas Rafael Nadal y Carlos Alcaraz debutarían el torneo de dobles.

Había llovido todo el día en París y el lodo se acumulaba en las banquetas, como tierra batida. A medida en la que me acercaba al estadio, me gustaba pensar también en todo lo que sentiría Rafa al llegar. Cómo cambiaron sus sensaciones conforme iba ganando títulos, uno, dos, tres, y así, hasta 14, un número imposible. ¿Cuántas costumbres tendría de tantas veces que estuvo ahí? ¿cuántas cábalas tendría antes de llegar a jugar una nueva final?

La cancha Philippe Chatrier es la primera que se ve cuando uno llega desde ese lado. Es un estadio moderno, por las remodelaciones que le han hecho, con una fachada como si fuera de plata y el techo que sirve para cubrirse de los días lluviosos. Alrededor hay jardines donde la gente se sienta para pasar el rato. Pierdo la cuenta de cuántas banderas españolas hay, porque juegan Rafa y Carlitos, el pasado, pero también el presente y el futuro.

Días antes, cuando Rafa debutó en singles nada menos que ante Djokovic, muchos colegas se quedaron sin entrar, así que busco la entrada de prensa y subo hasta el quinto piso. Todo aficionado al deporte guarda para siempre la imagen que ofrece la primera vez en un estadio. Como estoy muy arriba, la perspectiva es hacia abajo, así que apenas me asomo, me deslumbra la intensidad de la arcilla, me sorprende que la cancha es mucho más pequeña de lo que pensaba, es el golpe de la realidad.

De a poco las gradas se llenan y yo espero el momento expectante, supongo que de toda la gente le rendirá un aplauso sonoro, para hacerlo sentir en casa. Solo los argentinos guardarán la compostura cuando vean a Rafa salir a pelotear, porque les toca ser los rivales, los que van contra todos, quizá alguno aplauda tibiamente, o lo hará con ganas, entiendo que es un momento justificado.

De pronto salen Rafa y Carlitos y la ovación es como la esperaba, es un rugido casi unánime, la voz que aclama al rey. Nadie la merece tanto como Rafa, que ha ganado 14 de las últimas 18 ediciones. Ya en el juego, a la distancia alcanzo a ver el ritual de Nadal cuando saca, el atisbo de su semblante serio, cómo patina en la tierra batida, como si fuera parte de sus propios pasos, la naturaleza de su movimiento. Me eriza la piel la explosión después de cada punto, el puño en alto, como un espejo con la grada.

Rafa y Carlitos ganan, pero sobre todo Rafa. Será de sus últimas victorias en París, pero no lo sabe, solo lo intuye. El público también, por eso se le rinde con otra ovación, acaso más nostálgica que la del inicio, porque saben que el tiempo que se acaba de ir no volverá jamás.