
José Ángel Rueda
17, diciembre 2025 - 6:00
El otro día, mientras veía la serie de penaltis entre Toluca y Tigres que definió al campeón del futbol mexicano, recordé lo emocionantes que pueden llegar a ser esas finales. De los muchos que estábamos frente a la televisión, ninguno tenía afición por algunos de los equipos, pero puedo garantizar que a todos, o al menos a la mayoría, nos sudaban las manos.
No es un dato menor ese de no irle a alguno de los equipos involucrados, porque creo que justamente fue esa condición la que nos permitió disfrutar en pleno del desenlace. La emoción involucraba el momento, pero no tenía consecuencias a futuro. Es decir, el presente no estaba condicionado por un resultado. Imagino que los aficionados a los Tigres o a los Diablos vivieron los penaltis con mucho más drama que emoción.
En algún momento de la serie pensé en eso. Quise imaginar las sensaciones que tendría en caso de irle a alguno de los dos. El hecho de vivir algo memorable y saberse parte de eso. Por supuesto que el simulacro no alcanzó ni de cerca la intensidad de las emociones, pero aún así pude discernir que no me habría gustado estar en esa situación, tener que soportar tanto drama por tanto tiempo.
El aficionado ajeno, sin embargo, aquel que veía el partido por pura diversión, pudo asistir a uno de los mejores espectáculos que el futbol ofrece: una definición desde el manchón penal. El sistema de cobro está configurado precisamente para eso, para que cada emoción sea replicada con intensidad.
Recuerdo haber pensado en la presión que debieron sentir los jugadores del Toluca, una vez que perdieron la ventaja que sacaron al inicio de la serie. El caminar desde la mitad de la cancha hasta el área con la plena conciencia de que cualquier error, de ahí en adelante, sería fatal para su equipo.
Las posibilidades en esas tandas son infinitas. Los que observamos desde la pantalla, solemos advertir en los cobradores el nervio. “La va a fallar”, “la va a meter”, decimos, como una proyección de lo que vemos, pero no comprendemos. Cada disparo nos arranca un suspiro; en esta ocasión fueron 24, algo que quizá nunca más volvamos a ver.
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