José Ángel Rueda
22, marzo 2023 - 21:52
Yo pensé que era algo de una sola vez, pero ya van varias veces que me pasa, así que podría decirse que se trata de una tendencia. Yo antes era de esos aficionados que siempre andan en la búsqueda de partidos emocionantes, por más que esa emoción a veces jugara en contra de mis propios intereses, quiero decir, que prefería que el partido estuviera bueno antes de que mi equipo ganara con una diferencia holgada. Quería que mi equipo ganara, sí, pero que el triunfo tuviera cierta épica, para disfrutarlo más.
Hace poco, sin embargo, concretamente en la final de la Copa del Mundo, comencé a experimentar una sensación extraña. Ganaba Messi, y lo hacía de una manera tan clara que hasta parecía fácil. Yo leía en las redes sociales que era la peor final en muchos años, que estaba aburridísima, pero para mí era perfecta, es decir, que no pasara nada, que Argentina se dedicara a pelotear el tiempo restante para evitar mayores sobresaltos y que al fin Messi consiguiera lo que tanto había buscado, casi sin sufrimiento. Pero luego vino el gol de Francia y el empate y el nuevo gol de Argentina y el nuevo empate, y todos decían que era la mejor final de la historia y para mí era todo lo contrario, que hasta por un momento, podría jurar, odié el futbol, odié que las cosas no fueran más fáciles, que la vida se pudiera complicar tanto, de pronto. ¿Dónde había quedado aquel adolescente que le cambiaba a la televisión buscando un poquito de vértigo?
El fenómeno se repitió con fuerza el lunes pasado, con el partido de México, en el Clásico Mundial de Beisbol. Ganaba México y estaba bien así, que los minutos pasaran tranquilos, que no se apretara el juego aunque la cosa aburra. Quería disfrutar de ese tiempo en el que no pasa nada, de la tensa monotonía de las entradas, pero no podía, o no del todo, porque se sabe que en el beisbol uno no puede estar tranquilo nunca, porque no hay ventaja que alcance.
Siempre termino por sorprenderme ante las posibilidades que ofrece el juego, que aún en la última jugada, si es que así se le puede llamar, la esperanza del equipo que pierde permanece intacta, sin un reloj que condicione las cosas, abierto a cualquier desenlace, a extender las acciones lo que haga falta, hasta que de pronto todo termina de manera abrupta, irremediablemente.
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