José Luis Camarillo
12, enero 2024 - 2:29
Por lógica, los noqueadores son los favoritos del público. El nocaut es parecido en emoción al gol del triunfo en tiempos extra en un juego de campeonato (soccer), a un touchdown o un gol de campo decisivo, o al batazo del pítcher que se encuentra con las bases llenas y envía la pelota del otro lado de la barda para salir avante.
A propósito de los llamados Grand Slam, o sea jonrón con casa llena, un recuerdo que quedó muy grabado en la mente de este reportero es cuando existía el Parque del Seguro Social y el Supermán de Chihuahua estaba en su turno al bate. La expectación podía palparse, por la fama que envolvía al slugger que nació con el nombre de Héctor Espino. El sonido del madero contra la bola era música para los fans.
Así, fue como escuchamos que hubo peloteros de antaño que hicieron viajar la de nudillos mucho más allá del graderío. Ahí entra la leyenda que señala que “doña blanca” llegó a caer dentro del Panteón Francés, del otro lado del Viaducto Piedad. En realidad, se necesitaría un poder infrahumano para lograrlo.
Por lo cual, a menos que una voz autorizada me lo afirme (Tomás Morales Fernández y Gonzalo “Go Go” Camarillo ya no están en este mundo, para poder hacerlo) no creeré que fue verdad.
De regreso al pugilismo, el primer sobrenombre de “Mr. Nocaut” que recordamos es el que con toda justicia se le puso al “Púas” Rubén Olivares, aunque Alfonso Zamora y Carlos Zárate no desmerecen en cuanto a ese calificativo.
Olivares fincó su posición de ídolo gracias a su marcha noqueadora, con el añadido de que poseía una técnica natural que le fue pulida por el “Chilero” Carrillo y Jorge Ugalde, bajo la supervisión del legendario “Cuyo” Hernández.
Zamora es un fenómeno de la naturaleza que, no obstante haber entrado al mundo de la drogadicción desde que tenía 11 años -dicho por él mismo- se alzó con el título mundial gallo de la WBA con una marca perfecta de 27-0, puros nocauts. Su coronación fue de forma violenta, como lo fueron todas sus victorias, y conduciría a una revancha contra el coreano Soo Hwang Hong, al que le fracturó la mandíbula, pero esta vez los promotores -la familia del asiático- no querían que el combate fuese detenido y el púgil de Tlatelolco estuvo virtualmente secuestrado en la arena de Corea del Sur durante varias horas, hasta que el asunto se resolvió por la vía diplomática.
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