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Fecha

6, abril 2025 - 13:35

┃ José Ángel Rueda / ENVIADO

La afición se hizo presente en el Centro Acuático Metropolitano del CODE Jalisco. Foto: David Tamayo

La afición se hizo presente en el Centro Acuático Metropolitano del CODE Jalisco. Foto: David Tamayo

Ver desde la grada una competencia de clavados requiere cierto compromiso; no es fácil estar al tanto de tanta cosa en tan poco tiempo. Tampoco lo es advertir si el clavado es bueno o es malo, aunque el agua que salpique alguna pista dé, ni tampoco entender porqué es que los chinos son tan buenos y los demás no tanto.

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La gente que se dio cita al Centro Acuático Metropolitano, sin embargo, hace lo mejor que puede. Los clavados son ese raro deporte en el que México es potencia y por lo mismo nadie quiere perderse ese momento de sentirse poderoso. De pronto, las medallas que caen nos confirman que somos buenos en algo.

En la grada se van acumulando las reacciones, por cada clavado uno es capaz de escuchar una reacción nueva. “Wooow”, dice una señora al advertir que uno de los clavadistas acaba de lanzarse desde la plataforma de 10 metros y al caer sacó muy poca agua.

“Uy qué lástima”, dice su esposo apenas un salto después, cuando otro de los clavadistas se lanzó al vacío y a su entrada salpicó demasiada agua.

Las palabras se reinventan poco a poco, pero no varían en su intención. “Híjole”, “Bien”, “Este sí se le fue”, “Uy, no”. Incluso alguno que otro, ante lo estrepitoso de la caída, queda reservado un incómodo silencio, apenas unos aplausos, como por no dejar.

No todos, sin embargo, se abandonan a su instinto. Los más eruditos conocen las palabras adecuadas, aquellas que se aprenden en las transmisiones televisivas. Entonces el clavado tiene de dos, y si bien nos, tres, o se queda corto, o se rodó demasiado, o alcanza vertical, un milagro casi siempre reservado para los chinos y a veces para algunos más.

Lo cierto es que algunos metros más abajo, a los pies de la fosa. Los jueces figuran sentados en bancos enormes, como ese espacio reservado para aquellas capaces de ver lo que otros no. Entre su distintivo arte observan a la velocidad de la luz los giros, la altura, las manos, las puntas de los pies, la correcta ejecución de las vueltas, y la entrada al agua. El veredicto no siempre deja contento al espectador, que también lleva su cuenta imaginaria.

Después de un rato, la disciplina resulta apasionante. El ritmo de la competencia parece inalterable. Entre clavado y clavado hay silencios prolongados. Alguna voz explica que después de un pitido se exige un silencio absoluto, y entonces la fosa entera calla.

Salvo el grito infaltable de algún bebé, la botella que se cae, el celular que suena, el radio de la gente de seguridad, la música del exterior, algún grito de apoyo que raya lo inoportuno, y el consecuente shhh, que exige el cumplimiento absoluto de la regla. De ahí en fuera el silencio en verdad es silencio y entonces los clavadistas emprenden su vuelo.

La caída dura poco, el silencio también, lo suficiente para que el sonido del agua, cuando la superficie se rompe, desate la lluvia de aplausos, a veces más o a veces menos, un estruendo fugaz, para luego volver a empezar.

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