José Ángel Rueda
10, noviembre 2018 - 1:55
River 1, Boca 2
El viejo decía que no, que estábamos locos, que si se daban cuenta nos iban a matar. Nosotros le decíamos que sí, que estábamos locos, pero que no se preocupara, que teníamos todo bajo control, aunque muy en el fondo sabíamos que no teníamos nada bajo control y que todo aquello que decíamos correspondía mucho más a un impulso que a otra cosa.
Y es que por aquellos días era complicado no actuar impulsivamente en Argentina, cuando teníamos de frente el acontecimiento más grande de los últimos años, o de la historia, quizá, ya de eso se encargará el tiempo. El caso es que el “Negro” y yo sabíamos que don Juan era el único que nos podía ayudar a conseguir entradas para la final en el Monumental.
Están locos, nos decía repetidamente. Pero pese a sus múltiples rechazos, no estábamos dispuestos a darnos por vencidos, así que ahí estuvimos por horas, convenciéndolo, explicándole que él era el único aficionado de River al cual le hablábamos, que no nos podía fallar, que por favor nos ayudara, que estábamos dispuestos a hacer lo que fuera para pagárselo.
Fue ya muy noche que don Juan aceptó, más por hartazgo que por otra cosa, entonces hizo unas llamadas y nos dijo que todo estaba arreglado, que al otro día podíamos pasar por los boletos, pero que quedaba claro que era bajo nuestro propio riesgo, que él seguía pensando que lo que estábamos por hacer era una completa locura.
Al otro día, puntuales, llegamos a la casa de don Juan y, sin mediar palabra, como si fuera cómplice de un crimen, nos entregó un sobre amarillo donde venían los dos boletos. Le agradecimos tanto como pudimos, incluso el “Negro” no pudo contener las lágrimas mientras lo abrazaba. Yo le dije que ya, que no molestara más a don Juan, que no era para tanto, lo cierto es que sí era para tanto y ese día nos fuimos a festejar sin tener plena consciencia de lo que se nos venía.
Al otro día, por la mañana, aún con la resaca, el “Negro” y yo nos sentamos en la mesa y por fin nos pusimos serios. Ya teníamos los boletos en nuestras manos, el principal problema estaba resuelto, sin embargo, conforme avanzaba la plática, fueron surgiendo una buena cantidad de interrogantes que hasta el momento no habíamos considerado y que de una u otra manera lograron mermar nuestro entusiasmo.
El primero y quizá el más importante de todos era el descifrar cómo le íbamos a hacer para no celebrar un gol de nuestro Boca querido en casa del máximo rival. Es imposible, dijo el “Negro”, lo cierto es que no teníamos mucha opción y debíamos encontrar la manera de actuar, de contener las emociones, de engañar a más de 60 mil personas, situación que a todas luces pintaba complicadísima.
Fue que al “Negro” se le ocurrió poner videos de los clásicos más emocionantes. La idea era verlos y mantenernos ecuánimes, no gritar los goles ni emocionarnos. Al principio fue imposible, nada más bastaba con que el balón besara la red para ponernos como locos, para saltar y besar el escudo y gritar no sé cuánta cosa contra las “gallinas”. Pero como dicen, la práctica hace al maestro, y después de ensayarlo como mil veces logramos quedarnos serios, como si nada hubiera pasado. Claro, el método generaba dudas, porque una cosa es ver videos en casa y otra muy distinta es estar en la cancha, con la adrenalina al máximo.
El segundo problema surgió al momento de ver qué playera nos íbamos a llevar al estadio. Era obvio que no podíamos ponernos la de Boca, por más que quisiéramos. Pensamos, entonces, en ponernos una camisa neutra, pero considerando la importancia del partido y que, al haber puro hincha de River, todos llevarían su playera blanca con la franja roja, llegamos a la conclusión de que la mejor opción era vestirnos igual que ellos.
Eso sí que no, me dijo el “Negro”, yo ni loco me pongo una playera así. Entonces tuve que utilizar esas técnicas de psicología que aplica la “Nena” para convencerme de algo, y le dije que se dejara de niñerías, que los colores se llevan en la piel, y que en todo caso, ése era el precio que debíamos pagar para ver a Boca coronarse en casa del máximo rival. Como era de esperarse, al “Negro” no le quedó de otra más que aceptar, por lo que esa misma noche fuimos nuevamente con don Juan para pedirle prestadas dos playeras, que prometimos regresar el domingo por la mañana.
Por último, víctimas de los nervios y de nuestras dudas para ejecutar a la perfección el plan que torpemente habíamos diseñado, decidimos pensar en un “Plan B”, uno que nos permitiera salir del apuro en caso de que algo saliera mal. Fue entonces que le propuse al “Negro” que lo más conveniente era buscar un lugar cerca de una puerta y lejos de la barra de River. Así podíamos escapar en cualquier momento. La idea era pedirle al “Gordo”, que maneja un taxi, que estuviera cerca del estadio, pendiente de su teléfono, que nosotros le marcaríamos para que pasara por nosotros si la cosa se ponía fea. Así que por la noche, un día antes del partido, fuimos con el gordo y le explicamos la situación, y luego de ofrecerle una buena cantidad de dinero, finalmente aceptó.
Y así llegó el día, el sábado esperado. Nos levantamos temprano, nos pusimos la playera de Boca, guardamos la de River en una mochila y nos enfilamos a la casa del “Gordo”. El plan estaba definido, nos sentíamos seguros de ejecutarlo a la perfección, así que una vez en el barrio de Núñez, nos pusimos la de River y antes de bajarnos del carro corroboramos con el “Gordo” que todo estuviera claro, que no se despegara de su teléfono.
Al bajar, el hecho de encontrarnos en pleno territorio enemigo nos generó una sensación extraña, aunque pronto superamos el nervio y caminamos con plena confianza hasta el estadio. Una vez adentro, como si la suerte estuviera de nuestro lado, encontramos el lugar perfecto, justo a unos metros de la salida. Y así, poco a poco el graderío se fue llenando. Los cánticos de los “Borrachos del tablón” se escuchaban con fuerza mientras el “Negro” y yo alentábamos a los nuestros en silencio.
El partido fue trabado desde el comienzo. Con pocas llegadas. En la grada, cada quien expresaba sus emociones de formas distintas, algunos gritaban y reclamaban cualquier acción al árbitro, otros no dejaban de cantar, unos más estaban callados, mordiéndose las uñas, como ausentes. Nosotros decidimos parecernos a ellos, para evitar sospechas.
La verdadera prueba llegó faltando cinco minutos para el final del partido. En una jugada aislada, Tévez encontró un balón fuera del área que mandó al fondo de las redes. Como era de esperarse, un silencio absoluto se apoderó del estadio, no se escuchaba ni un alma. El “Negro” y yo, casi de milagro, logramos quedarnos callados, con la cara roja por la emoción contenida, con los puños apretados, pero callados.
Faltaban unos minutos para coronarnos, todo parecía perfecto, pero ya sabe que la vida casi siempre se empeña en demostrarnos lo contrario. Fue en un tiro de esquina que Ponzio se levantó y de cabeza empató el encuentro. A diferencia de lo que había ocurrido minutos atrás, el estadio era una fiesta. Nosotros, que pasamos la semana entera buscando formas de ocultar la emoción, jamás pensamos en cómo podíamos ocultar la tristeza. Son de Boca, son de Boca, gritó un señor, al vernos sentados, con la cara amarga, tomándonos la cabeza entre una multitud enardecida.
De inmediato nos paramos y salimos corriendo, le llamamos al “Gordo” mientras un mar de personas nos perseguían y nos lanzaban piedras. Ya abajo, el “Gordo” nos esperaba con las puertas del carro abiertas. Nos subimos y de inmediato nos quitamos las playeras y nos pusimos la de Boca. Por la radio, el relator gritaba eufórico River 1, Boca 2. Y así escapamos por el barrio de Núñez, con las banderas azules y amarillas agitadas por el viento.
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