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15, octubre 2022 - 14:20

┃ José Ángel Rueda

Afición regresó a las gradas . Foto: Erick Estrella

A la par de la rivalidad que Pumas y las Águilas Blancas protagonizan en el emparrillado, en las gradas del Olímpico Universitario se libra una batalla igualmente apasionada. Es la magia de los clásicos, cuya esencia abarca la totalidad del espacio, es decir, se vive en todas las formas posibles.

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Luego de varios años en los que el partido más importante del futbol americano estudiantil estuvo ausente a causa de la pandemia, el choque de colores de las principales universidades de México dio paso a la esperada edición. Tenía desde el 2019 que ambos programas no se veían las caras.

Aunado al choque de colores, se dio el cruce de porras, el Goya y el Huelum, como si algún sonidista dedicara días enteros para perfeccionar y ambientar la secuencia de imágenes que deja el enfrentamiento.

La batalla es poderosa. Uno grita y el otro contesta, así, repetidas veces, como si en las formas rítmicas de los cantos estuvieran yardas ocultas, dispuestas a ayudar cuando el sol quemante de un mediodía de otoño en la Ciudad de México merma la energía.

“Este clásico tiene algo muy especial, cuando tú abres la guerra de goyas y huelums, es algo que yo no he vivido en ningún otro lugar, en ningún otro deporte, en ninguna otra circunstancia. La gente que viene se le olvida el juego, se te olvida quién va ganando, quién va perdiendo, lo importante es quien grita más fuerte”, me dice Don Rubén Ávila, aficionado a la Universidad desde sus tiempos del CCH Sur, cuando formó parte de la primera generación. Lleva puesto un zarape azul y oro que su madre, en paz descanse, se lo compró en Chiconcuac, como una forma de tenerla cerca.

Los cánticos suenan, como una costumbre que ha hecho de la rivalidad una banda sonora. El Goya, aquel grito que los estudiantes de la preparatoria ocupaban para convocar las huidas al cine Goya en horas de clase, y con los años fue adaptando nuevas formas, al calor de los emparrillados. El Huelum como respuesta, las palabras reconvertidas, el Instituto Politécnico Nacional, en un guiño a la gloria.

La entrada en el Olímpico fue como en las grandes tardes. Con un lleno simbólico que colmó los espacios habilitados en el inmueble, con más de 30 mil espectadores. La entrada fue lenta, con intensos filtros de seguridad. El recuerdo de los tiempos violentos aún es reciente. Por años este partido estuvo secuestrado por los grupos de choque. El relato de las grandes grescas alejó a las familias. Entre las más recordadas está la que se dio en 1997 en el Wilfrido Masseu, cuando Cóndores visitaron a Águilas Blancas y una batalla campal dejó 50 heridos antes de que se diera incluso el arranque del partido.

“Me tocó estar en el Wilfrido Masseu, cuando todavía eran Cóndores, contra Águilas Blancas, fue algo muy feo. Era algo mandado, porque había granaderos, pero nunca hicieron nada, desde que llegamos”, recuerda don Rubén.

Ahora el ambiente ha vuelto a ser familiar, o al menos eso se intenta. Los niños llegan de la mano de sus padres y sus abuelos. La historia es repetida. “Yo regresé a los partidos por mi hijo, un día me dijo, si es tan bonito porque no nos llevas. Se me ocurrió decirle que si había boletos los llevaba, había un concierto de rock ahí en el estadio, pero todavía había, así que me amarró. Estaban chiquitos, dos varoncitos, le dije a un sobrino que nos acompañara para correr por si se armaba feo, él con uno y yo con otro”, dice.
La tarde avanza conforme a lo planeado. Suena la banda, los bombos, el Pimpirrim Pimpim, el himno de la Universidad Nacional.

Pumas y Águilas Blancas no decepcionan en el emparrillado, y ofrecen un partido acorde a su rivalidad, cerrado, bien jugado, dramático por momentos, digno de una rivalidad que comenzó en 1936 y que año con año, aunque los equipos cambien, siempre encuentra la forma de reinventarse.

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