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16, junio 2022 - 18:35

┃ José Ángel Rueda

AZTECA-CALAMARO

JOSÉ ÁNGEL RUEDA

FOTO | ESPECIAL

En compañía de los acordes melancólicos de una guitarra, la voz ardiente de Andrés Calamaro relata el momento de la revelación: “Cuando era niño y conocí el estadio Azteca / me quedé duro, me aplastó ver al gigante / de grande me volvió a pasar lo mismo / pero ya estaba duro mucho antes”. Las letras del cantautor argentino se alimentan de la relación, casi obligada, que tiene el estadio Azteca con la infancia, esa etapa en la que la mayoría suele visitarlo por primera vez, convirtiendo la experiencia en un recuerdo poderoso. Aunque a menudo esas primeras postales son engañosas, y luego pasa que un lugar que creíamos gigante cuando éramos chicos no lo es tanto, el Azteca sí lo es, sin importar la edad.

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La crónica de ese día queda tatuada con fuego en la memoria de quien lo vive. En una sucesión de momentos que no solo involucran el partido, sino también los instantes previos. El camino, por ejemplo, cuando, entre los nervios, de pronto en el horizonte aparece la figura grisácea del estadio gigantesco, recortada contra el cielo. Y esa caminata que está acompañada de los olores de los puestos de comida, las banderas de colores que ondean por el aire, y el eco persistente de las voces que cuentan la historia de que en ese lugar sagrado se consagraron Pelé y Maradona, los más grandes futbolistas que ha visto esta tierra.

Los ojos expectantes de quien no sabe cómo es que alguien fue capaz de construir todo aquello. Pero es real, aunque uno tarde en darse cuenta, y solo sea hasta que se camina por las largas rampas y entonces llega el vértigo de subir y subir, y mirar a lo lejos una ciudad que parece inmovil, con sus paisajes. Del otro lado, sin embargo, están los túneles, y la grada más al fondo, en un segundo plano, llenándose de a poco, predispuesta siempre a la sorpresa.

Caminar, cada vez más arriba, o más abajo, según sea caso, y escuchar el bullicio de la gente que ya espera en el interior: las trompetas, las matracas, la eterna promesa de un lleno. Caminar, con los ojos bien abiertos, el corazón palpitante, a la espera de que finalmente llegue ese momento de subir las últimas escaleras, las últimas, por fin, como si se tratara de romper un plano para ingresar a una dimensión desconocida.

Es entonces cuando llega la imagen mil veces repetida en la memoria, muchos años más tarde. La cancha inmensa, el verde nunca antes visto del césped, como un resplandor, el verde, que aunque pasen los años, siempre mantendrá la frescura y el brillo de aquel primer día.

Luego siguela sorpresa, el vértigo de ver tanta gente junta en un mismo lugar, tanta gente viendo al mismo tiempo una misma cosa. Preguntarte, con asombro, si así es que se ven 100 mil personas reunidas. Ver a los futbolistas a lo lejos, en un juego nuevo, fuera de los límites de la pantalla. La alegría de identificarlos. Gritar un gol, el estruendo del gol sin el grito entrañable del cronista, sino una especie de rugido que te deja sordo y que del impulso, un impulso recién descubierto, te hace abrazar hasta a desconocidos. La vibración gradual de la grada, la irrechazable invitación a levantar los brazos cuando pasa la ola.

Luego, en la agonía del partido, crece la pena por saber que el tiempo pasa y que noventa minutos jamás duraron tan poco, y que uno quisiera que ese momento durara para siempre, que el partido no acaba nunca, pero acaba, al menos en la realidad. Entonces toca regresar a casa, con la consciencia de que a partir de ese día ya nada volverá a ser igual. Son las historias del estadio Azteca, el orgullo mexicano que vivirá su tercera Copa del Mundo, como un reconocimiento al lugar que nos enseñó a soñar.

LA CIFRA
56 AÑOS TIENE EL AZTECA

LA CIFRA
2 COPAS DEL MUNDO SE HAN JUGADO AHÍ

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