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7, febrero 2021 - 17:42

┃ José Ángel Rueda

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El tiempo pasa en Tampa, siempre pasa, pero hay tiempos que pasan distinto a otros. Aunque ya es un milagro que para como está el mundo la NFL celebre un Super Bowl con aficionados, no deja de ser una pena que todo esto no se pueda vivir en su justa medida, que la vida se haya convertido en algo parecido a un impulso contenido. El Super Bowl, en ciento modo, representa una esperanza, un futuro anhelado.

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La gente, la que camina por las calles extensas que circundan el Raymond James Stadium, vive en el tiempo del presente; el que se vive y se disfruta, pese a que todo sea distinto a lo de antes. El sol de domingo es quemante en la bahía. A pesar de que se pronosticaban lluvias, el cielo al mediodía está despejado, es un azul profundo que amenaza con volverse infinito, y quizá lo sea. Es lo que tiene Florida. Las costas, en general, que el viento suele ser tan fuerte que apenas en horas llegan los nubarrones para cumplir con los pronósticos, pero eso tal vez sea al rato, al atardecer.

Por ahora, sólo la intensidad de la luz permite distinguir las variaciones del rojo que existen entre los jerseys de los Jefes y los Bucaneros.

Pero hay otras diferencias, más abstractas, acaso. Los aficionados de los Bucaneros, por ejemplo, caminan con un poco más de soltura, como quien va por un camino conocido y pudiera recorrerlo incluso con los ojos cerrados: están en casa. En su andar se acumulan 18 años de espera para vivir un momento como el que viven. Los Jefes van con más tiento, aunque su paso es más seguro, tal vez más paciente, como si supieran a lo que van. Sería imposible determinar quién de ellos estuvo en Miami hace un año, pero ya se sabe que las victorias calman y dan certezas.

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Caminan en grupo, eso sí, cada quien con los suyos. Llevan la cara tapada porque es la regla, y si acaso alguien lo olvida, víctima del fervor del momento, pronto aparecen los voluntarios para recordárselo. Aparecen de pronto, como hologramas, van vestidos de un azul celeste, llevan en la mano un cartel naranja para que llame la atención, la consigna es clara, la mascarilla es obligatoria. Entonces la gente lo mira y se ajusta el cubrebocas antes de que les digan algo.

El flujo de aficionados no se detiene, podría decirse que es constante. Hay pocas interrupciones de la entrada a la grada. La toma de temperatura, el gel antibacterial y las recomendaciones de distanciamiento social; es decir, el mundo con instrucciones. Sorprende en el ambiente la ausencia de un olor. Este año no hay parrillas ni asados, es otra de las cosas que se llevó la pandemia, las reuniones previas.

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Adentro del estadio, el barco pirata, que ya ha regresado de su viaje por los mares bravos, custodia imponente la zona norte del Raymond James. Las tribunas se van poblando de a poco, hasta que se juntan los 25,000 espectadores que están permitidos. No cabe nadie más, pensarán con ironía. 7,500 de esos asistentes son personal de la salud que se ha tomado un respiro de la guerra de estos días. Aunque es cierto que la ilusión óptica que proporcionan los aficionados de cartón colocados en cada una de las butacas vacías es capaz de engañarnos, de hacernos sentir en el mundo de antes, porque más allá de que no gritan ni se mueven, simulan un estadio repleto.

 

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Los que si hablan y gritan, sin embargo, hacen su mejor esfuerzo. Es posible imaginar lo que se dicen, a los gritos, detrás de la mascarilla, que vivirán historia, que lo que será el legado de Brady si acaso es capaz de ganar un séptimo anillo, que lo que será de Mahomes si apenas a sus 25 años gana un segundo Super Bowl, que aunque no se sabe, aunque sea muy pronto para asegurarlo, el duelo de este domingo podría ser decisivo incluso en 30 años, cuando se hable del enfrentamiento cumbre entre dos leyendas. Brady, que ya lo es, y Mahomes, que puede ser, aunque para eso aún falte una carrera de por medio.

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