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26, noviembre 2020 - 18:26

┃ José Ángel Rueda

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FOTO REUTERS 

En una de las salas de la Casa Rosada reposa el cuerpo Diego Armando Maradona. El ataúd está cubierto con la bandera de Argentina. A la altura del corazón inerte del ídolo está la camiseta albiceleste, con el número 10 viendo al cielo, a modo de reverencia. Más abajo, en los pies, cosa importante, está la de Boca Juniors. En el piso, a un costado, se acumula un montoncito de otras playeras de otros colores y de otros amores que brillan lo justo, iluminadas por el rayo de luz que entra desde los ventanales. También hay flores, en su mayoría girasoles que se quedan a medias y que de alguna forma rellenan el espacio que hay entre el féretro y los listones que delimitan el paso de la gente.

Hay un acto de simbolismo en el hecho de regalar una playera a un futbolista que ha muerto. Un dar y dar que comprende un lazo casi indestructible y funciona a modo de agradecimiento por todas esas tardes. En la sala el bullicio lleva horas que no para. Desde la noche anterior la gente se acumuló en las calles que comprenden los límites de la Casa Rosada. La noche, con sus misterios. Con sus gatos pardos. Con la esperanza de que el sol de un nuevo día limpiara de golpe los pesares acumulados, pero ni el cielo clareando en Buenos Aires logró aminorar la pena de la partida del último de los ídolos.

Al contrario, el amanecer suele presentar con su luz la realidad un poco más de cara. Era el día del velorio de Diego Armando Maradona y la calle 9 de julio y la Avenida de Mayo eran algo parecido a un río albiceleste conformado de lágrimas, y cuyo cause incontenible desembocaba irremediablemente en una de las salas de la Casa Rosada, donde el futbolista irreverente descansaba en una paz hasta entonces desconocida.Entonces dieron las seis de la mañana y la gente, que pasó la noche entera cantando “Diego de mi vida, vos sos la alegría, de mi corazón”, comenzó a entrar a la sala y a la salida se derrumbaban, como quien ve de cerca la tragedia. En eso, en medio de la multitud, se alcanza a ver a dos hombres que se abrazan. Uno trae la playera de River Plate y el otro la de Boca Juniors, pero se abrazan y lloran y ejemplifican, sin quererlo, todo lo que fue Maradona, o todo lo que es Maradona, habría que decirlo, en ese presente infinito reservado para los personajes legendarios.

 

Porque la imagen de los dos hombres se repite en otras partes. En los hinchas con las playeras de Independiente, de Racing, de San Lorenzo, los hinchas que se cuelgan de las rejas de la Casa Rosada que conforme avanza la mañana está cada vez más llena, peligrosamente llena. Los hinchas jóvenes que lo vieron jugar en los ojos de sus padres. Los hinchas argentinos para los que el futbol es la vida misma y Diego era argentino por sobre todas las cosas y colores.

Cuando el mediodía se acercaba, y las filas superaban los tres kilómetros y los aficionados seguían dándole forma a la multitud repartida en los parques aledaños, llegó el rumor a través de las radios y las redes de que enterrarían a Diego esa misma noche y no después, como se había dicho. Y entonces muchos de los que estaban formados rompieron la fila ante el temor de quedarse fuera y se acercaron desordenados a los lindes de la Casa Rosada, resguardada por cada vez más elementos de la fuerza pública.

Por otras puertas, un tanto más ocultas, seguían llegando personajes más cercanos. El presidente Alberto Fernández entró a la sala a despedirse del ídolo; llevaba en las manos la playera de Argentinos Juniors, con el rojo que vio crecer al Diego futbolista. Pero afuera llegó el primer golpe, y no se sabe cómo pero de pronto decenas de aficionados se saltaron las vallas y el estruendo retumbó en pleno patio principal, y los cánticos maradonianos se escucharon cada vez más fuerte y más cerca.

Con las autoridades en alerta máxima ante el desbordamiento inminente, comenzaron a prosperar las ideas violentas. En plena calle se escucharon balas de goma lanzadas por las tropas antimotines para dispersar a la gente que se acercaba enardecida dispuesta a todo. Por un momento, las calles quedaron ardiendo por los enfrentamientos  y en las banquetas se acumulaban los heridos por piedras y botellas y el olor penetrante del gas lacrimógeno.

Adentro, el féretro del Diego fue llevado al Salón de Pueblos Originarios para mantenerlo a salvo del fervor descontrolado. En ese momento de confusión, en una de las salas internas de casa, la familia tomó la decisión de dar paso a la salida de la carroza rumbo al cementerio Jardín de Bella Vista. Incontenible era Diego Armando Maradona e incontenible es la pasión que genera.

En ese momento de confusión, en una de las salas internas de casa, la familia tomó la decisión de dar paso a la salida de la carroza rumbo al cementerio Jardín de Bella Vista. Incontenible era Diego Armando Maradona e incontenible es la pasión que genera.

A medida de que la carroza avanzaba lentamente escoltada por miles de miradas hasta perderse en la inmensidad de la autopista 25 de mayo, los barrios de Buenos Aires se quedaron como huérfanos de fe y entonces dieron paso a eso que se conoce como eternidad. De ahora en adelante y para siempre, en Argentina se cantarán los tangos de Gardel, se leerán los cuentos de Borges y se gritarán los goles de Diego Armando Maradona.

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