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Mira

31, enero 2020 - 17:33

┃ José Ángel Rueda

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Foto: Instagram 49ers

Los pasillos del aeropuerto tiemblan, casi parece que tienen vida. Hombres y mujeres vestidos de rojo caminan con el ritmo lento de quien ve algo por primera vez. Las horas en Miami van acompañadas de la expectativa. Como ese tiempo que avanza siempre a la espera de algo, de la culminación de algo. Aficionados de Jefes y 49ers aterrizan en la ciudad como una gota que cae repetidamente hasta que colma el vaso, entonces la marea roja se vuelve incontenible y arrasa con todo a su paso.

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Con 11 Super Bowls en la cuenta, Miami organiza el evento con la confianza de quien ya lo sabe todo, como si todo estuviera ahí por algo, por decreto. Como una herencia de un mar que por momentos parece venirse encima, en la ciudad predominan los colores claros, aunque es en su cielo donde uno termina por perderse. Como un lienzo que conforme pasan las horas va dibujando figuras de múltiples colores, y que al llegar el atardecer, en ese preciso instante que antecede a la oscuridad, adopta un color rojizo, como la metáfora exacta de una tierra que a las carreras se ha vuelto roja, y que espera el momento de reinventarse y de adquirir por unas cuantas horas las costumbres ajenas y lejanas de San Francisco y Missouri.

Como si el viento revelara sus secretos, a Miami se le conoce a través del oído. De sus voces hispanas. De la salsa que suena incesantemente a través de la radio. De sus habitantes latinoamericanos que viajaron un buen día con la esperanza de encontrar una vida mejor, y la encontraron. Aunque antes tuvieron que aferrarse a sus costumbres para no olvidarlas, a su patria para no olvidar, a los olores de su comida, a sus sabores.

El aire de Miami es húmedo, casi que sofoca. Dice Osmar, el taxista cubano, que descifrar su clima resulta imposible, que es un misterio. Porque cuando parece que va a llover no llueve, y cuando en realidad llueve las gotas caen a cantaros, y después el cielo se abre para dar paso a una luz melancólica.

Hay una autopista que cruza todo Miami y que al estilo museo presenta las facetas de la ciudad de las mil caras. A la Pequeña Habana le sigue la soberbia de los rascacielos. Y luego, cuando la tierra se acaba, aparecen los grandes cruceros, como si se trataran edificios flotantes. Del otro lado, a un costado de complejos residenciales, los barcos de vela y los yates dibujan figuras repetidas y extrañas.

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Cuando se acerca la noche, la costa de Miami Beach luce tranquila, como si el estruendo fuera incapaz de sacarla de su rutina. Son pocos los turistas que se animan a meterse un mar embravecido. Otros más, sentados en la arena, intercalados entre las tradicionales y coloridas casetas de salvavidas, dejan pasar el tiempo, para luego mirar con atención cómo el sol se resigna a morir por la línea casi imperceptible del horizonte. El Super Bowl se acerca y la calma pronto habrá de convertirse en caos.

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