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23, noviembre 2019 - 0:56

┃ José Ángel Rueda

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Le dicen su majestad porque no hay nadie en este mundo que se le resista. La reverencia a su paso suele ser absoluta y unánime. A sus 38 años y con 20 Grand Slams en sus vitrinas, Roger Federer tiene bien ganado su lugar en la bella cancha de la eternidad.

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El tenista suizo ha logrado lo que pocos deportistas. Esa paradoja donde el tiempo se detiene y la leyenda se forja cuando todavía está activo. El fenómeno provoca sensaciones encontradas, porque el asombro de sus logros choca con la nostalgia inevitable de saber que todo por servir se acaba.

Roger Federer nació en los verdes campos de Binningem, en Suiza. Quizá de ahí su naturalidad para desenvolverse en el césped sagrado de Wimbledon, torneo que ha conquistado en ocho ocasiones y que desde sus comienzos ha sido el templo de sus más grandes batallas.

Dicen que de niño era inquieto, que le gustaban los deportes. Pero fueron el tenis y el futbol sus primeros pasatiempos. Los colores azulgranas del FC Basel ondeando en las reducidas gradas del St. Jakob Park pronto se convirtieron en su pasión. Entonces vino el sueño de ser futbolista, y quién sabe hasta dónde hubiera llegado en caso de seguir, pero a los 12 años las actuaciones del tenista alemán Boris Becker, su máximo ídolo, terminaron por forjar su destino entre raquetas y redes.

Con los años Federer ha desarrollado un estilo caracterizado por una técnica depurada, un juego inteligente que le permite caminar cuando todo el mundo corre. La leyenda del suizo continúa.

 

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