17, febrero 2018 - 18:11
boda
Por José Ángel Rueda
Ilustración: Alejandro Oyervides
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Fue un golpe de suerte, dice Esteban, y casi tiene razón. Lo que pasa es que eso que dice lo dice por lo bajo, como para que nadie escuche, porque siempre ha pensado que presumir la suerte es de tan mal gusto como presumir el dinero. Pero lo dice porque no le queda de otra, porque quien conoce su historia con María sabe que la fortuna jugó un papel fundamental, que una situación increíble le puso al amor de su vida enfrente. Entonces Esteban sonríe, porque sabe que sí, que en realidad es el tipo más afortunado del mundo. Y todo por su amor a la pelota.
Cuando Esteban se enteró que la boda de su hermano sería a finales de mayo se quería morir. Pero loco, cómo carajos se te ocurre casarte cuando el torneo está en su etapa final, le dijo. Fausto, su hermano, no podía ni creer lo que escuchaba. Entonces, lleno de rabia por el reclamo, procedió al insulto fácil, al de siempre, y lo tachó de enfermo, de obsesivo, de un miserable sin mayor propósito en la vida más que apoyar a un equipo que ni siquiera sabía de su existencia.
Esteban, bien acostumbrado a esa clase de comentarios, dio la vuelta y lo dejó hablando solo. En realidad no escuchó ni la mitad de lo que su hermano le dijo. No le preocupaba. Con 25 años cumplidos, entendía bien que ser aficionado a un equipo exige compromiso. Es como una relación, solía contar, mitad en serio y mitad en broma. A una mujer la ves diario, le hablas diario, estás pendiente de ella, si tienes una cita es imposible cancelarla, lo mismo pasa con el club, carajo, tienes que estar comprometido sino la cosa no sale.
Entonces, Esteban, como buen aficionado, comenzó a pensar en las posibilidades de que su Acevedo querido llegara a la final justo en la fecha de la boda de su hermano. Siendo realistas, se dijo, lo veo complicado. Tenía rato que el club no andaba bien. Navegaba entre un mar de irregularidad que a cada rato le ponía los nervios de punta. Te vas a enfermar, mejor búscate una novia, le decía su madre. Si he de morir que sea por el Acevedo, respondía, nuevamente mitad en serio y mitad en broma.
Lo cierto es que conforme los meses fueron pasando y Fausto continuaba con todos los preparativos, y la familia se volvía loca y en la casa no se hablaba de otro tema más que de la bendita boda, Esteban veía, entre gustoso y preocupado, cómo el Acevedo cada vez jugaba mejor al futbol.
Cada 15 días que iba a la cancha lo corroboraba, este equipo estaba para cosas grandes, había superado los momentos de crisis y ahora los delanteros estaban como un tiro. Los defensas eran una muralla difícil de pasar, y en general la cosa marchaba. La posibilidad de pelear por el campeonato era más que real. Y así fue.
Callado, como ausente, Esteban miraba a todos sentados en la mesa del comedor. Eran principios de mayo, la boda estaba a la vuelta de la esquina. Entonces aprovechó un silencio breve, de esos que se forman cuando todos prueban la comida y se dan el tiempo para degustar el sabor y luego opinar que sí, que todo está muy bueno. No podré ir a la boda, dijo, de repente, el Acevedo juega ese día y no les quiero arruinar el rato.
Un silencio mucho más prolongado invadió la mesa. Ahora no fue su madre quien habló, sino su padre, con esa voz calmada pero enérgica que suelen hacer los padres cuando no dan ni posibilidad de elegir. Juegue quien juegue vas a ir a esa boda, Esteban, no tienes otra opción.
Y es que en realidad no había opción, y Esteban lo sabía. Furioso, se paró de la mesa y se salió a caminar un rato por las calles. No dejó de pensar un solo segundo en las opciones que tenía para librarse, pero todas lo llevaban a lo mismo. Era imposible escaparse del compromiso, y más tratándose de la boda de su hermano. ¡Su hermano!
Poco a poco, Esteban fue pasando de la resignación a la creatividad. Si era imposible librarse de la boda, al menos debería de encontrar la manera de ver o escuchar el partido. Para acabarla, el arranque del juego coincidía justo con el de la ceremonia. Pero ya saben cómo son los aficionados verdaderos, que por todos lados le buscan. Lo que en principio parecía una misión imposible fue tomando forma con el paso de los días. El plan era infalible.
Y lo fue. Esteban se miró en el espejo y soltó una breve sonrisa. Hasta dónde había sido capaz de llegar por el Acevedo de su vida. Algo bueno debía depararle el destino, pensó, sin saber que precisamente ese día quedaría marcado para el resto su vida. Se anudó la corbata y cuidadoso se colocó un pequeño auricular en la oreja izquierda, sí, en la zurda, porque como buen futbolero hasta para eso existen cábalas.
Salió de su cuarto y se encontró con su hermano, se abrazaron, se desearon suerte, y entonces enfilaron el paso a la iglesia, acompañados de la familia. Y llegó el momento. El medio día se acercaba, y Esteban tenía esa sensación de estar viviendo dos vidas. De estar ahí, en la boda, y en la cancha, alentando desde el graderío, observando cómo su Acevedo salta al campo en medio del estruendo. Y las manos le sudaban y el tiempo no le pasaba.
Cuando todos estaban acomodados es que Esteban emprende el plan. Mira de reojo a sus padres, que a su vez no podían dejar de ver a su hijo, ante el sacerdote, frente a su futura esposa. Esteban, ansioso, tomó su celular y puso el partido, y comenzó a escucharlo mediante el auricular.
Estamos aquí reunidos para consagrar el matrimonio de Fausto y Valeria, decía el padre. Arranca el partido, Acevedo busca ante el Universitario el campeonato, decía el “Pollo” Téllez,. Y Esteban, que con un oído escuchaba a uno y con el otro al otro. Y los minutos pasaban, y mientras en la boda todo marchaba, en la cancha otro tipo de ceremonia trababa las acciones.
Pero ya se sabe cómo es el tiempo de caprichoso que casi siempre junta los momentos de alegría y los coloca en una vitrina eterna. Porque justo cuando los novios aceptaron unir sus vidas para siempre. Allá, en la cancha, el Acevedo marcaba un gol que, a decir del narrador, fue producto de una jugada majestuosa. Esteban quiso mantener las formas, pero no pudo, entonces soltó un grito estruendoso que sólo se vio opacado por el grito de alegría de María, la hermana de la novia, que desde el otro lado de la iglesia estaba en las mismas, atada al partido desde un auricular.
Aún atrapados por la euforia, Esteban y María se miraron un instante, el suficiente como para encontrarse cómplices del mundo, cómplices del futbol. Se habían robado el espectáculo, y lo sabían. Desde el altar, los esposos no daban crédito de lo ocurrido, pero no había rencor, porque en el ambiente corría esa sensación de estar presenciando algo único, fulminante, una jugarreta del destino que junta dos caminos.
Esteban y María se abrazaron y se sentaron juntos. Discretos, colocaron el celular a un costado y entre que sí y entre que no, presenciaron la boda, y al momento del silbatazo final sellaron el campeonato con un abrazo y un beso tierno. La fortuna jugó de su lado… y del Acevedo, por supuesto.
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