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8, enero 2018 - 8:38

┃ José Ángel Rueda

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Por José Ángel Rueda

Ilustración: Alejandro Oyervides 

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Es domingo, 6 de enero, don Ramiro, junto con su nieto Eduardo, salen tempranito a buscar las Roscas de Reyes. Madrugan porque resulta que en Acevedo sólo hay dos panaderías. Una enfrente de la otra, entonces, esos días la calle se convierte en un auténtico manicomio, pero eso pasa casi al medio día, porque la gente en Acevedo casi siempre se levanta tarde.

La familia López suele reunirse poco, pero cuando lo hace, es en grande. Aunque parezca mentira, uno de los festejos más importantes para ellos es el Día de Reyes, no tanto por el festejo en sí, sino porque ese día doña Juana cumple años. Entonces, como quien mata dos pájaros de un tiro, se ha acostumbrado a comer rosca en lugar de pastel, en gran parte porque esa semana las únicas dos panaderías de Acevedo no preparan otra cosa más que roscas.

Que este año su cumpleaños cayera en domingo modificó los festejos. Fue una suerte, de veras, porque ahora sí que se puedo armar una pachanga a lo grande. Irán todos, hasta los bisnietos. Así que don Ramiro y Eduardo regresan a la casa cargados de roscas, dos cada uno. Las acomodan en la mesa y dejan todo listo para la comida. Eso sí, las sillas alrededor de la televisión para ver el partido del Acevedo no pueden faltar.

Doña Juana, desde la cocina, los mira con cierta ternura, comprende lo importante que es para su esposo ver el partido con su hijo Francisco y su nieto Eduardo. Sabe que después del juego se la pasarán horas y horas hablando de futbol y así se llenarán el alma, porque hay una frase que tiene don Ramiro que cuenta cada que puede: en este mundo no hay mejores temas de conversación que la literatura y el futbol. 

Y así suena el timbre, cerca del mediodía. Y poco a poco la familia comienza a entrar, uno detrás de otro. Y la casa, que hace unos minutos estaba tranquila, comienza a llenarse de gente. Las hijas, los hijos, los tíos, los nietos, los bisnietos. Don Ramiro saluda a todos, complacido, alegre de ver una vez más a toda su familia junta. La vida, ciertamente, los ha tratado bien. Son sanos, no hay tragedias que lamentar.

Después de los saludos de rigor y de las afectuosas felicitaciones a la abuela, don Ramiro comienza a buscar a los suyos, a su hijo Francisco y a su nieto Eduardo. El partido del Acevedo está por comenzar, así que camina por la casa repleta con tres cervezas y cuando los encuentra se los lleva a la sala.

Casi siempre, en cada reunión, los tres se pasan las horas hablando de futbol, no hay nada que disfrute más, incluso, sueña con el día que el pequeño Ramiro, su bisnieto de cinco años, crezca un poco más y se interese en las conversaciones. Esa idea le causa emoción, pero también nostalgia, porque pese a estar sano, no sabe si el tiempo le alcanzará para verlo.

Y el partido comienza, y pese a sus pronósticos, resulta un encuentro trabado, de esos con pocas emociones. Tan aburrido estaba que apenas a la media hora los tres locos apasionados ya estaban enfrascados en un debate de aquellos. La falta de un jugador talentoso en su Acevedo, de esos que marcan la diferencia, trajo consigo, tras varias idas y vueltas, la pregunta obligada para todos los amantes del futbol: ¿Quién ha sido el mejor jugador de la historia?

La pregunta es complicada, incontestable, solía decir Domingo, compadre de don Ramiro, y el cual se adelantó en el camino hace algunos años. Y es que algo de razón debía tener. ¿Cómo responder una pregunta de esas? Pero igual lo intentan, siempre lo intentan, y regularmente la discusión termina igual.

El debate está viciado por una innegable cuestión de edad. Es normal. Don Ramiro habla de don Alfredo Di Stéfano con la seguridad de haber visto a un mito. Asegura que en su vida no ha conocido un jugador más determinante que él. Ni Pelé, dice, mientras le da un pequeño golpe en la espalada a Francisco, que no puede creer lo que su padre le cuenta.

Por favor, responde Francisco, incrédulo aún… ¿Cómo puedes decir que este mundo ha existido alguien más determinante que Pelé?, si por algo la gente le dice el Rey, porque ha dominado el futbol y lo dominará siempre. Dime qué jugador ha decidido más Copas del Mundo, dice Francisco, retórico. Si tú lo viste en el Azteca, papá, yo no sé que tanto inventas.

Eduardo sólo los ve, prudente. Más vale que no le pregunten su punto de vista porque los va a sacar de quicio. Así que espera y piensa lo que va a contestar, porque sabe que irremediablemente su abuelo le buscará la cara en unos segundos para interrogarlo, y tal vez hasta para pedirle apoyo para desmentir a su padre, que ahora es un loco que no entiende razones.

Y la pregunta llega, desde luego, porque no había manera de escaparse de ella. Y ahí va Eduardo, traga saliva, recupera la postura, y suelta la bomba. El mejor ha sido y será siempre Maradona. Si él solito se cargó a su equipo en el 86. Tan sólo miren el golazo que les metió a los ingleses, cómo se llevó a medio mundo para meter ese gol memorable, el mejor del siglo.

Y luego en Italia, por favor, a nada estuvo de ser bicampeón del mundo, un jugador de aquellos. Al Nápoles lo hizo un equipo época. Él solito, no se les olvide. Sus problemas son aparte, acá juzgamos al jugador, no a la persona, tampoco necesitamos que los santos jueguen al futbol.

En efecto, don Ramiro y Francisco terminan desquiciados. No dan crédito a lo que Eduardo dijo. Cómo va a ser Maradona mejor que Di Stéfano y Pelé. Que no venga con tonterías. Y eso le dicen, y Eduardo, al igual que su padre unos minutos antes, deja a un costado la prudencia y no entiende razones. El mejor de la historia es argentino y se llama Maradona, sentencia.

De repente, cuando los tres gritaban y la familia los veía como se mira a los bichos raros, el pequeño Ramiro se les acerca y a los gritos les pide que se callen. ¡Cállense ya!, grita. Los tres lo miran con sorpresa. En la casa se hace un silencio. El niño de apenas cinco años quiere hablar, y entonces habla. El mejor de todos es Messi, dice, con su voz aguda.

Don Ramiro se queda pasmado. Cuando menos lo esperaba su sueño se hizo realidad. No había vuelta atrás, su bisnieto lleva el futbol en la sangre. Francisco lo carga y con un nudo en la garganta le dice que sí, que tiene razón, que el mejor de todos es Messi. Eduardo, también conmovido, le sacude la cabeza y le da un beso en la frente a su hijo. Está claro. El debate ha terminado.

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